Crónicas urbanas sobre el coronavirus: en el encierro, un mundo de sensaciones

Nuestra periodista descubre que en aislamiento la percepción cambia y todo se vuelve más intenso.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: en el encierro, un mundo de sensaciones
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: en el encierro, un mundo de sensaciones

20 de abril. Día 31 de aislamiento D.V.

Esta mañana cuando me desperté hice otro de esos descubrimientos que llegan con esta nueva vida. El tiempo y el espacio están en absoluta relación con los sentidos.

Lo supe cuando fui al baño, abrí la canilla y empecé a lavarme los dientes. Momento insignificante si los hay. Operación mecánica que muchas veces no recuerdo haber hecho. Confío en que sí, de tan instalada.

Pero hoy se hizo tangible, presente. Pura conciencia. No fue por el acto en sí. Eso siguió mecánico, intrascendente. Fue el sonido del agua corriendo. Fue el ruido suave del cepillo raspando mis dientes. Fue sentir el cepillo raspando mis dientes, la frescura en mi boca. Por comparación de ese instante con lo anterior pude darme cuenta que antes de eso había silencio.

Hasta hoy no podía entender qué cosa de mi percepción asociaba el tiempo y el espacio del encierro con “un lugar distinto”.

Es mi habitación, donde están algunos de mis libros y mis discos, donde guardo las cosas privadas que no voy a desparramar nunca por lugares públicos de la casa, ni de la vida. Es mi baño, el que uso cada vez. Es mi living, mi patio. Pero toda la fisonomía de mi casa desde que empezó el aislamiento es otra.

Durante los primeros días me dije que no reconocía mi espacio-tiempo porque la casa venía de la otra vida: desordenada por las corridas y las pocas horas -o la pereza- con que así quedaba.

Hice lo que creí que tenía hacer: limpiar. Le puse empeño extra a la tarea para desterrar el bicho de mi casa. Creí que esa operación iba a volver todo a la normalidad.

La normalidad era, en el mundo que antes vivía, sentirme en casa cuando llegaba a ella. Desde que el virus entró a mi vida cada día esa vivienda me era extraña. Me dediqué a reconocerla, a encontrarme ahí, a volverla mía otra vez.

No se podía. No se podía. Había algo que no estaba sucediendo. Había algo que me volvía extranjera en territorios conocidos.

Hoy el sonido del agua del grifo me trajo la certeza que necesitaba: “mi hogar ya no es mi hogar porque los ruidos y las sensaciones que tengo son otras, y están desfasadas. Vienen de otro tiempo y otro espacio”.

El hogar se construye. La sensación cambia. Las posibilidades son otras. Se reciclan como las prendas que ya no usamos y se van de nuestra vida. Las que dejamos atrás, son el pasado. El agua corriendo se siente fresca, única, deseable porque antes hubo completo silencio.

Ya lo había notado otras veces. Esa percepción de tiempo detenido. Pero descubrí esta mañana que tiene que ver con la ausencia sonora.

Mientras me sentía elastic-girl con los ejercicios de estiramiento de Malova -solo en mi mente, el hecho concreto me devuelve otra imagen pero no importa, la ignoro- noté cómo en ese silencio profundo en el que está sumido mi barrio los ruidos se sobredimensionan.

Casi una ficción: la voz dulce y con acento ruso de Malova, el resoplido de mi esfuerzo imitándola al compás, el roce de mis pies sobre el piso con cada cambio de posición, el breve ssssss… ssss… ssss de mis brazos cortando el aire al acompañar las piernas. El yoga se volvió una canción coreografiada. Y fue hermoso.

Hoy no salí en todo el día de mi casa. No implica que no hice nada como pasaba en la vida anterior. Al contrario: torbellino. Día de limpieza a fondo, de limpiar los libros que cada vez se apilan más y no hay dónde ponerlos, las chucherías de los muebles, los pisos con lavandina. Mientras lo hacía: música.

Siempre que toca limpieza profunda -este siempre incluye todos los tiempos, el antes y el después del virus- pongo música.

Me aseguro de que sea una que me conozco de memoria, que no me requiera la atención -qué instrumento sonó, qué dice la letra-. No. Esta música de la limpieza profunda es onda dancing porque entre el trapeo y el plumero me detengo y bailo o canto los estribillos.

Puse “Thriller” de Michael Jackson. Michael es mi hit de la limpieza. Un imbatible. Pasitos lunares en “Billy Jean” ayudándome con el lampazo y directamente a la coreo de “Thriller” mientras canto esa introducción de peli de terror.

Lo sé de memoria, casi podría no poner el disco y escucharlo igual. Pero no. Con el virus todo ha cambiado: hasta Michael.

Mientras estaba canturreando “Beat it” escuché en la canción un sonido que antes no había percibido. Me paré en seco y fui hasta el parlante. No lo podía creer: te puedo describir de memoria cómo arranca el sintetizador, el ritmo de la batería, dónde entra la voz, los coritos, los solos de la guitarra eléctrica, el bajo… Pero se oía un sonido de escobillas sobre un platillo que nunca, jamás, había escuchado.

Me quedé ahí: oyéndolo. Disfrutando ese “Beat it” que antes del virus no existía. Fue hermoso de nuevo. Erizada la piel con la sensibilidad del instante.

Me impuse un ejercicio que hice durante todo el día: “vamos a sentir”, dije. En la sensación está la última llave para explicar cómo es este nuevo tiempo que me agita y desvela.

El día trajo consigo todos, tantos, múltiples detalles sensoriales que me regalaron una perspectiva distinta de lo ya conocido. Por aquí, sí. Me dijo el virus. Y fui.

No solo los sonidos que quiebran el silencio total fueron descubrimiento. También los sabores. Los olores, los aromas.

Me gusta el perfume, lo uso siempre. Es una concepción que empatiza con la idea de Patrick Süskind en su libro -muy perturbador- que se llama “El perfume”; pero nada retorcida. El perfume de la gente, cómo huele la gente, definen mucho la afinidad o no hacia ellas.

El perfume es puro erotismo. El olor de la piel es sustancial. Hoy pude sentir mi aroma; algo que nunca sucede porque una no se huele a sí misma, olfatea a otros. “Uno de los síntomas de la enfermedad es la pérdida del olfato: una forma de castigo”, pensé.

A esa intensidad nueva en los olores se sumaron los sabores en el almuerzo. Y ojo que nada había de especial en la carne al horno que se hace en mi casa cuando buscamos efectividad y simpleza. La hizo mi hijo. Descubrí el romero entre el humito de la carne recién servida. El sabor dulzón del zapallo fue otro al que generalmente etiqueto: “comida de enfermo”.

Casi terminando el día -me di una panzada de Benedict Cumberbatch y su talento majestuoso en la miniserie “Patrick Melrose” que recomiendo encendidamente- mi socia, mi amiga, mi cumpa, mi querida, mi tiró una soga que conectaba perfectamente con todo lo que había sentido durante este día de pura vibración.

Pura vida, como dicen los ticos. Pura vida entre la muerte, el peligro y el miedo. Pura vida.

“Esto es para vos”, me dijo la Jose y me adjuntó una foto de un texto de un psicoanalista célebre, Luciano Lutereau. Decía:

“Lo real es actualizar posibilidades. Hay vidas irreales basadas en irrealizar posibilidades… Quienes viven de ese modo son fantasmas, sombras o seres ficticios aunque tengan existencia física. ¿No nos convertimos en seres semejantes en esta cuarentena? ¿Cómo hacer un movimiento en este contexto? Actuar es perder ciertas posibilidades, pero adquirir otras. Perder y ganar posibilidades es el tiempo. El tiempo siempre es futuro. Quienes conservan posibilidades viven en el pasado… Es una elección ética, que es la manera de recuperar el afuera y salir del duelo”.

Este día de sonidos, sensaciones, olores y sabores solté amarras. Dejé atrás los lastres de aquel mundo viejo. Conservé en mí lo que amaba pero resignificado. Elegí. Elegí vivir aún en el encierro, aún rodeada de muerte, aún en la amenaza del peligro. Y fue milagro.

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