Huayquerías, una belleza majestuosa e íntima en San Carlos

Es un sitio desértico que parecía destinado al olvido y que fue rescatado como paseo turístico. Una experiencia inolvidable.

La luna asomó a las 19.35. El sonido cósmico y ancestral de un ‘gong sedna’ acompañaba este parto de luz que ocurría en el horizonte. Cada uno eligió su punto preferido en el monte y recibió la noche riendo, llorando, sintiendo... Horas antes habían decidido alejarse de sus rutinas agitadas y allí estaban, recuperando el viejo ritual infantil de sentarse sin más pretención que husmear el cielo.

“Todo lo que se intencione en este momento... se cumplirá”, dijo una voz que rompió el silencio, entre las jarillas. Y nadie que conozca los misterios que saben esconder las tierras sancarlinas debió poner eso en duda. Menos aún cuando, a pocos metros de allí, el cañadón de

La Salada esperaba -latiendo en sus contrastes, enigmas y sabores a pueblo viejo- que este contingente de exploradores novatos se aventurara en su vientre oscuro.

Lo que siguió después es pura magia. El lenguaje resulta impropio y mezquino para transmitir una belleza tan majestuosa e íntima a la vez. Seguir los dibujos de un río que la luna tiñó de plata, internarse en un hueco formado por moles de granito y desde allí viajar por el mundo trepados a la melodía de un violín, recobrar fuerzas con una challa de pollo humeante y chorreante, abrazar una tonada bien sancarlina que te sale al paso por el paredón, lavarte la cara con agua que emerge de las piedras y recibir el amanecer hilando historias frente al fogón.

Estas son sólo algunas de las postales que dejó la noche del sábado 29 de agosto, en lo que fue el debut del viaje “Magia en el Desierto de Huayquerías”, un nuevo producto turístico que lanzó el municipio de San Carlos. El spot vendía un “Atardecer. Trekking a la luz de la Luna. Música en el Cañadón. Cena frente a las fogatas”, pero -como casi nunca ocurre con las publicidades- este anuncio se quedó corto.

Más de cien personas llegaron la tarde de ese sábado a las Huayquerías -al este de la Villa de San Carlos- con la curiosidad, los equipos deportivos, el bullicio y cierto alarde tecnológico propio de los turistas. Horas después, el Cañadón despedía a un grupo de seres contemplativos, hermanados por el campo, por el cosmos y la canción.

Sucede que en San Carlos la tradición y la memoria no son discursos. Su gente sabe convivir con los orígenes, respetar la naturaleza como lo hicieron sus ancestros y dejarse ‘encantar’ por lo simple. Eso explica que hayan saneado y puesto en valor un sitio desértico que por años fue menospreciado y estigmatizado por la comunidad local; incluso para algunos era sólo un basural o generador de historias fantasmagóricas.

Frente al desarrollo productivo en la región, este impactante escenario de paredones de arcilla, ríos secos y moles gigantes de granito parecía destinado al abandono. Hasta que un grupo de sancarlinos de buena cepa se propusieron explorarlo como propuesta turística. Desde que se promocionó, el recorrido diurno ha tenido tres salidas por semana a “sala repleta”. Incluso ahora también lo realizan las escuelas.

Un ritual inolvidable

“Dicen que fueron los españoles quienes le asignaron el nombre al cacique Uco, quien gobernó estas tierras. Porque le temían, le llamaban Cuco. Son leyendas. Lo que es real es que eran tierras habitadas por guerreros”, anticipa Ricardo Funes, director de Turismo de San Carlos y uno de los mentores de este particular recorrido.

Repitiendo la costumbre de los pueblos originarios, en San Carlos se pide permiso a los cuatro puntos cardinales antes de ingresar a un sitio que le pertenece a “la Pacha”. Tras tal gesto de respeto, los turisas treparon un cerro y se entregaron al placer de observar un amanecer en naranjas y amarillos. Mientras, Funes detallaba cada pico que se observaba al oeste, desde Uspallata hasta la Patagonia.

Hasta ahí parecía una caminata desestructurada, pero cuando asomó la luna ya estaban todos sentados en el cerro. Las exclamaciones y los ruidos de los flashes apenas opacaron el sonido planetario y envolvente que Javier González le sacaba al disco del ‘gong’. “Es una frecuencia que te integra al cosmos, te conecta con lo que somos”, dijo este terapeuta, consciente de que hacía vibrar el universo en sus manos.

Tras una parada refrescante en la cocina de la familia Farías -montada en carpas camperas- comenzó la aventura. La luz de la luna juega a las escondidas en los vericuetos del cañadón, iluminando los pasos de a ratos y dejando al grupo en penumbras en otros.

Fue en uno de esos tramos oscuros donde el inigualable violín de Rodolfo Castagnolo salió al encuentro. Un recodo de piedras devino en teatro acústico. El músico, descalzo y sin más luz que la del fuego, interpretó una fusión de melodías. “Es muy estimulante tocar en el vientre de la Tierra. Te dejás llevar por el momento, parece más un ritual y la gente queda como hipnotizada”, confió el violinista.

Cada uno volvió al ruedo, pero más relajado. El andar sobre la arena invitó a compartir historias y confesiones. Una niña cantaba temas de María Elena Walsh mientras cruzaba una y otra vez el pequeño hilo de agua. “Es más mágico de noche, parece otro lugar”, acotó Cecilia, de Rivadavia, quien ya había hecho el recorrido de día.

Metros más adelante, al final de un camino de velas, el cantautor sancarlino Nahuel ‘Gato’ Jofré hablaba a través de tonadas, gatos y canciones propias de la identidad valletana. El viaje llegaba al final y todavía había que desandar el cañadón, para degustar el jamón crudo y la challa de pollo con la que esperaban Carlitos y Vanesa.

“Vinimos porque ella subió la propaganda a Facebook, invitando a su novio”, dijeron a coro las amigas de Romanella. “La cosa es que cambió al novio por una noche especial entre amigas”, se rieron las chicas, que llegaron de distintos departamentos. En el grupo habían también turistas de Neuquén y de Uruguay.

“Estamos muy satisfechos con la convocatoria. Estamos obligados a repetirla”, dijo Funes. La noche cerró con el mismo entusiasmo del principio, sólo que en la paz  y la comunión que permiten el fuego y las risas.

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