Estamos atrapados en una red... social

Por Leo Rearte - lrearte@losandes.com.ar

Es fácil intentar explicar el éxito de Facebook. La soledad es la gran epidemia del siglo XXI, y la red social, uno de los mejores remedios que hemos sabido fabricar como especie. O mejor, dicho, el mejor placebo.

Desde que el mundo es mundo, no pudimos nunca jugar a vivir; tuvimos que vivir. Nacíamos en una comunidad determinada, y allí había que interactuar, negociar, crecer. Quizá, las únicas opciones que siempre tuvo el ser humano para intentar escapar de las relaciones que le fueron dadas, eran mudarse a otro sitio, o encerrarse en su habitación. De situaciones como éstas, está plagada la historia del arte. Y también la historia de la locura (más o menos la misma cosa).

Ahora tenemos la posibilidad de creer que podemos crear comunidades. Que podemos sumar amigos y también borrarlos de un plumazo virtual si, por ejemplo, no piensan como nosotros o no son como quisiéramos que sean.

Es más, en Facebook, desde un tiempo a esta parte, no hace falta tomarse el trabajo de ir eliminando a los “diferentes” de la lista de “amigos”. El algoritmo con el que cuenta el programa para seleccionar los contenidos que le publica al usuario, solito va sabiendo con quién se interactúa más y con quién menos, y elige las lecturas apartando a esos “amigos” con los que no se tiene un diálogo fluido. Es decir, va ocultando los posts de aquellos con los que no tenemos ni un “me gusta” en común. Por más “amigos” que sean.

Por primera vez en la historia de la humanidad, sentimos que podemos diseñar nuestras relaciones, el mundo, las personas con las que interactuamos todo el tiempo. (Y a veces, todo el tiempo es literalmente las 24 horas. Hay gente que no sólo está conectada a Facebook; está anudada. Como Keanu Reeves estaba enchufado a la Mátrix. Así).

Pero se trata de un simulacro. Nadie puede manejar a las redes sociales (es más probable, en todo caso, que las redes sociales terminen manejándonos a nosotros). Y mucho menos, nadie puede "crear las comunidades". Hay que entender que, en todo caso, es un juego. El juego de la vida.

Lo dijo con una claridad pasmosa Zymunt Bauman, el sociólogo de 90 años más joven del mundo (la lucidez no tiene edad), en una entrevista que Cultura Los Andes publicó el sábado: “No se puede crear una comunidad, la tienes o no; lo que las redes sociales pueden crear es un sustituto. La diferencia entre la comunidad y la red es que tú perteneces a la comunidad pero la red te pertenece a ti. Puedes añadir amigos y puedes borrarlos, controlas a la gente con la que te relacionadas. La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la gran amenaza en estos tiempos de individualización. Pero en las redes es tan fácil añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidades sociales. Estas las desarrollas cuando estás en la calle, o vas a tu centro de trabajo, y te encuentras con gente con la que tienes que tener una interacción razonable. Ahí tienes que enfrentarte a las dificultades, involucrarte en un diálogo. El papa Francisco, que es un gran hombre, al ser elegido dio su primera entrevista a Eugenio Scalfari, un periodista italiano que es un autoproclamado ateísta. Fue una señal: el diálogo real no es hablar con gente que piensa lo mismo que tú. Las redes sociales no enseñan a dialogar porque es tan fácil evitar la controversia… Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus horizontes, sino al contrario, para encerrarse en lo que llamo zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa”.

Como los músculos que no se ejercen, la pregunta que tenemos que hacernos, como sociedad, es qué pasará si dejamos de practicar la discusión. Qué será de ese “músculo”. Qué será de nosotros si nos acostumbramos a dialogar sólo con los que piensan igual y nos aplauden; si acampamos, reímos y soñamos en un solo y bonito rincón. Un espacio restringido, delimitado por una grieta, que más que grieta -por todo lo dicho- es un abismo.

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