Erik Satie: música para rellenar el silencio

Se cumplieron150 años del nacimiento del compositor. Un precursor, iconoclasta de la música de su tiempo y, ante todo, un excéntrico como pocos. Su curiosa historia.

Cuando Erik Satie falleció, en julio de 1925, por fin alguien pudo entrar en su diminuta habitación de Arcueil (Francia). Por veintisiete años nadie la había pisado, además de él.

¿Qué vieron? El siguiente caos: Ahí estaban sus cien paraguas amontonados, también sus dos pianos (uno sobre otro y con los pedales interconectados); las telas de araña, el polvo y la humedad habían pegoteado muchos papeles, que tenían restos de composiciones inéditas y (guardados prolijamente, eso sí) sus doce trajes grises, idénticos, junto a sus doce idénticos zapatos.

El 17 de mayo de 1866 (el martes pasado fueron 150 años) nació un compositor que fundó una manera diferente de pensar la música clásica: "Llegué demasiado joven a un mundo demasiado viejo", dijo una vez, y es algo que podemos notar fácilmente en sus piezas.

Imagínense qué incomprendido fue: cierta vez, Debussy le reprochó de que su música carecía de forma y, para desquitarse, le compuso a los pocos días sus "Tres piezas en forma de pera".

Ni impresionista ni vanguardista (o las dos cosas juntas, quizás), su escritura siempre quiso ir más allá de lo conocido: buscó acordes jamás escuchados, llegó a borrar las líneas que dividen los compases, fraguó como alquimista piezas tenues, un poco satíricas, un poco tristes, al punto de que en los márgenes del pentagrama le pedía escrupulosamente a sus intérpretes  que toquen "Liviano como un huevo", o cosas como: "Equípese de clarividencia", "Pregúntese a sí mismo", "Moderadamente, ¡le ruego!".

Es por ésto que quizás cueste creer que el Satie burlón sea el mismo de sus melancólicos "Gymnopédies", que son, sin dudas, lo que más se conoce de él. ¿Cómo equiparar la nobleza de estas obritas con el mismo hombre que abandonó el servicio militar inventando una enfermedad para ser, acto seguido, pianista de cabaret? ¿o el mismo que le aconsejó a Debussy "escribir sin chucrut" (en alusión a Richard Wagner, a quien detestaba)?

Ante todo, fue eso: un iconoclasta. Se rió de todo el establishment cultural de la época e incluso tuvo parte en las acaloradas discusiones entre dadaístas y surrealistas. Hoy  muchos lo ven más cerca de los primeros: un auténtico dadá.

840 veces seguidas

Antes de que viviésemos en la globalización, antes de que la industria cultural nos hubiese impuesto toneladas de canciones pasatistas y de que viéramos nuestros livings, los supermercados, las salas de espera y los autos ambientados con música de fondo, Erik Satie ya se había puesto a componer piezas para la ocasión.

Le gustaba llamarla "música de mobiliario", porque creía que su función tenía que ser incorporarse al ambiente, como si ocupase la función "de la luz, el calor y la comodidad" (así se lo explicaba en una carta a su amigo Jean Cocteau). Se trataba de una música que borrase la línea entre el arte y la vida cotidiana.

Dicen que una vez, presentando una de estas obras en un salón parisino, todos los invitados interrumpieron sus conversaciones y se pusieron a escucharlo atentamente. ¿Qué hizo? Se ofendió.

Luego de su muerte, John Cage rescató una pieza muy singular: era una sucesión sencilla de notas sin indicación de compás, que estaba acompañada por una indicación muy puntual: "Para tocar 840 veces este motivo, será bueno prepararse con antelación y en el más profundo silencio, para la más intensa inmovilidad".

Un día tocando

En "Vexations" ("Vejaciones"), que es el nombre que le puso a esta obra de más de veinte horas, le pedía al instrumentista que repitiese un fragmento ¡840 veces! Para interpretarla, es común que varios pianistas se turnen a lo largo de las prolongadas horas, y es famoso el caso de Richard Toop, que no soportó el esfuerzo mental y después de la hora 17 terminó en un hospital con coma hipoglucémico, o el de Peter Evans, que en la repetición 595 empezó con "alucinaciones demoníacas"...

Lo cierto es que, lejos de estas maratónicas sesiones, que pretenden hacer de la pieza un monumento serio de la música clásica, todo indica que el propósito de Satie no era otro más que burlarse de todos, una vez más.

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