El infierno musical

En 1964, aparecen en Buenos Aires las “Obras Completas” del Conde de Lautréamont, con prólogo y traducción del poeta Aldo Pellegrini. Cincuenta años después, “Los Cantos de Maldoror” y una serie de Poesías y Cartas, reviven en una nueva edición. Ícono d

El infierno musical
El infierno musical

"Quiera el cielo que el lector (...), encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y rebosantes de veneno (...) No es aconsejable para todos leer las páginas que seguirán (...) Por lo tanto, alma tímida, antes de penetrar más en semejantes landas inexploradas dirige tus pasos hacia atrás”.

¿Quién podría rechazar esta seductora invitación al Canto primero de Maldoror? Ahora que la volvemos a leer, desde la nueva edición de las Obras Completas que acaba de lanzar editorial Argonauta, las palabras renuevan el hechizo.

“Mi poesía tendrá por objeto atacar al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante carroña”, escribe el francouruguayo Conde de Lautréamont, que tras recorrer los infiernos con su Maldoror, clamará por una “poesía escrita por todos”. “Solamente a un uruguayo se le puede ocurrir que la poesía debe ser hecha por todos y no por uno/ que es como decir que la tierra es de todos y no solamente de uno”, subrayó luego Juan Gelman. Pensando también en el eco donde adhiere ese otro navegante del Averno, Antonin Artaud, “no podemos vivir eternamente/ rodeados de muertos/ y de muerte”, encerrados en los textos, por el contrario, el deber del escritor, del poeta es “salir afuera/ para sacudir/ para atacar/ a la conciencia pública/ si no, para qué sirve?”

En esa línea de visiones, Gelman ve en “Fábulas” a quienes las sueñan, como Isadore Ducasse, Conde de Lautréamont, “que se fue por el aire” y “se lo oyó como que volaba o parecía crepitar”.

Isidore Lucien Ducasse, en los agites finales del siglo XIX lanzó al mundo una lúcida bocanada de veneno junto con su intuición de belleza. Hay que hundir las palabras en la realidad hasta hacerlas delirar como ella. Y ese delirio se multiplica para hablar de lo que no puede alcanzarse con los bisturíes de la lógica. La frase -“Bello, como el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”- se convirtió casi en un slogan del surrealismo.

Intensas visiones

“Los Cantos de Maldoror”, textos fascinantes si los hay, fueron escritos entre 1868 y 1869 y publicados ese mismoaño. Los seis cantos que forman el libro son obra de un curioso hombre de veintidós años al que la muerte se llevó apenas un año después de que salieran publicados.

Claro que Lautréamont no se llamaba Lautréamont. Era el hijo del embajador francés en Uruguay y había nacido en Montevideo en 1846, con el nombre de Isidore-Lucien Ducasse. Su madre murió cuando él cumplió nueve meses. Algunos aseguran que se suicidó.
'Lautréamont'  significaba, sencillamente, l'autre est à Mont ("el otro monte, Montevideo"). Como Rimbaud, el sentimiento de extranjeridad fue adoptado como rasgo permanente. Él era, a la vez, el otro. Aunque en el espesor de esta figura también asoman las influencias del Manfred de Lord Byron, el Konrad de Adam Mickiewicz y el Fausto de Goethe.

Maldoror (“Mal d'Aurore”, “Mal de la aurora”) es un ser sobrehumano, arcángel del mal, que lucha bajo diferentes formas contra el Creador, a menudo ridiculizado como un dios de burdel.

El Conde murió en París a los 24 años, solo y pobre, en noviembre de 1870. Obviamente, se habló de suicidio, aunque nunca se supo con certeza. Lo que sí se sabe es que  nació y murió entre los sobresaltos de la guerra: en 1846 bajo cerco de las tropas argentinas y en 1870 durante el sitio de París por el ejército prusiano.

Considerada por muchos una obra “maldita” se convirtió en una obra de culto y en un arcano cuyo secreto debía alejarse de ojos profanos. El Canto I fue publicado en agosto de 1868, en Bruselas con dinero de su padre; firmó la obra con tres asteriscos, lo mismo que la segunda edición, la cual apareció en una publicación colectiva titulada “Parfums de l´âme” (“Perfumes del alma”) en 1869. En la primavera del 1869, Ducasse entrega al editor Lacroix el manuscrito completo de la obra, que nunca llegará a las librerías y de la cual sólo unos pocos ejemplares son encuadernados y entregados al autor.

Cantar desde el fondo

La aparición de “Los Cantos...” en 1868 no sólo no encontró eco inmediato en Francia sino que causó el espanto de sus contemporáneos, quienes sólo leyeron la exaltación del mal. De hecho, los primeros comentaristas de Lautréamont se inclinaron por la tesis de la locura del autor.

Sus Poesías, escritas durante la década anterior, habían sido publicadas en abril y junio de ese mismo año. Su fama creció con el tiempo y tuvo que ver, sobre todo, con las lecturas del grupo literario La Jeune Belgique (Max Waller e Iwan Gilkin, entre ellos), que proclamaron su genialidad, y en particular de Leon Bloy, que se convirtió en uno de los grandes difusores de su obra, sobre la que efectuó, además, un extenso estudio en 1890. En ese mismo año, los “Cantos de Maldoror” fueron finalmente publicados por Genonceaux. Varios escritores, entre ellos Blaise Cendrars, intensificaron su difusión y lo convirtieron en uno de los iconos del movimiento surrealista.

“¿De dónde deriva el desconcierto que aún producen ‘Los Cantos...’?” se pregunta Aldo Pellegrini en ese exhaustivo prólogo que escribió para la edición de 1964, y que resucita en ésta, 50 años después. Sigue siendo igual de pertinente la pregunta. Y la respuesta de Pellegrini: “En primer término, de la actitud del poeta frente al lector: quiere encontrar en éste no un receptáculo pasivo de determinada anécdota más o menos bien relatada, o de ciertos hallazgos estéticos del autor, sino un verdadero contrincante, para quien la lectura se convierte en una lucha. Experimenta entonces con este adversario, trata de provocar sus reacciones, de exasperarlo o confundirlo, para, más tarde, cuando menos lo espera, explicarlo todo y calmarlo, siempre que el lector haya soportado la contienda”.

Una leyenda maldita

No es más que una foto de Lautréamont. Pero lo que sí sobrevuela es una leyenda maldita. Cuentan que el poeta uruguayo Edmundo Montagne (que escribió artículos sobre Lautréamont para la revista El Hogar en 1925 y 1928) fue internado en el Hospicio de las Mercedes, donde se suicidó. Él fue quien le habló de Lautréamont al psicoanalista argentino Enrique Pichon Rivière, que se dedicó a estudiar la obra del poeta pero, por miedo a que le sucediera alguna desgracia, se negó a publicar en un libro sus investigaciones.

“¿Qué son entonces el bien y el mal?” se plantea Lautréamont desde el comienzo de los cantos. “¿Son acaso la misma cosa que testimonia nuestra furibunda impotencia y el ardiente deseo de alcanzar el infinito por cualquier medio, por insensato que fuere?” Es una búsqueda que no se satisface con un Dios hecho a la medida del hombre. De modo que Lautréamont protesta contra el hombre y protesta contra Dios y su teofobia es el resultado de esa estafa metafísica.

Todo el libro, de hecho, consiste fundamentalmente en el relato de la lucha de Maldoror con Dios. A lo largo del poema, la lucha se encarniza. Dios envía a la Conciencia como emisario y Maldoror la decapita. Un furor iconoclasta termina el canto segundo proclamándose a sí mismo “saqueador de despojos celestes”. Al fin, toda furia y ese miedo se concentra en el problema de la muerte. Por eso no duerme.

Hasta que, melancólico y profético ( y no exento de humor negro),  entiende que vivir significa la paulatina destrucción de la inocencia.  “La risa, el mal, el orgullo, la locura, aparecerán por turno entremezclados con la sensibilidad y el amor por la justicia, y servirán de ejemplo a la estupefacción humana”. 

Los Cantos de Maldoror (fragmentos)

Ruego  al cielo que el lector, animado y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno, pues, a no ser que aporte a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual semejante al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán su alma lo mismo que hace el agua con el azúcar.

No es bueno que todo el mundo lea las páginas que van a seguir; sólo algunos podrán saborear este fruto amargo sin peligro. En consecuencia, alma tímida, antes de que penetres más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, de igual manera que los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la augusta contemplación del rostro materno; o, mejor, como durante el invierno, en la lejanía, un ángulo de grullas friolentas y meditabundas vuela velozmente a través del silencio, con todas las velas desplegadas, hacia un punto determinado del horizonte, de donde, súbitamente, parte un viento extraño y poderoso, precursor de la tempestad.

La grulla más vieja, formando ella sola la vanguardia, al ver esto mueve la cabeza, y, consecuentemente, hace restallar también el pico, como una persona razonable, que no es~á contenta (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello desprovisto de plumas, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas que presagian la tormenta, cada vez más próxima. 

Después de haber mirado numerosas veces, con sangre fría, a todos los lados, con ojos que encierran la experiencia, prudentemente, la primera (pues ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas, inferiores en inteligencia), con su grito vigilante de melancólico centinela que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (es tal vez un triángulo, aunque no se vea el tercer lado, lo que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), sea a babor, sea a estribor, como un hábil capitán, y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, porque no es necia, emprende así otro camino más seguro y filosófico.

***
Lector, quizás desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no  has de olfatear, sumergido en innumerables voluptuosidades, tanto como quieras, con tus orgullosas narices, anchas y afiladas, volviéndote de vientre, semejante a un tiburón, en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menos de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos deformes agujeros de tu horroroso hocico, oh monstruo, se regocijarán, si te dispones de antemano a respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita de lo Eterno. Tus narices, desmesuradamente dilatadas por la inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa al espacio, embalsamado de perfumes e incienso, pues se colmarán de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.

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En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida y vivió dichoso; dicho está Luego se apercibió de que había nacido perverso: ¡ fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del mal... ¡atmósfera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado hubiera querido rebañarle las mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad, y se decía cruel. Humanos, ¿habéis oído? ¡ Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Así, pues, existe un poder más fuerte que la voluntad... ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible. Imposible, si el mal quisiera conjugarse con el bien. Es lo que yo decía más arriba.

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Aquí hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hombres, por medio de nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos puedan tener. ¡ Yo hago servir mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras ni artificiales, sino que, al comenzar con el hombre, terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en las resoluciones secretas de la Providencia? ¿O porque se sea cruel se tiene que carecer de genio? La prueba se verá en mis palabras; vosotros sólo tenéis que escucharme, si queréis... 
Perdón, me pareció que los cabellos se me habían erizado, pero no es nada, pues con mi mano he conseguido colocarlos fácilmente en su primera posición. El que canta no pretende que sus cavatinas sean algo desconocido, al contrario, se satisface de que los pensamientos altivos y perversos de su héroe estén en todos los hombres'.

***
He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía.

superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia  de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos al exterior, los más fríos del mundo y del cielo, dejar a los moralistas que descubran su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas.

Los he visto a todos a la vez, con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos recargados de un remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un silencio glacial, sin atreverse a manifestar las vastas e ingratas meditaciones que encubría su seno -tan llenas estaban de injusticia ~y horror-, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada momento del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando increíbles anatemas, que no tenían el sentido común, contra todo lo que respira, contra ellos  mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en sus abismos los maderos; los huracanes y los temblores de tierra derriban las casas; la peste y la diversas enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo perciben. 

También los he visto enrojecer o palidecer de vergüenza por su conducta en esta tierra; aunque raramente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no admito, mar hipócrita, imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que los has creado con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre bueno! Y entonces, que tu gracia decuplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se muere por mucho menos.

Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡ Oh, qué dulzura entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre su labio superior, y, con los ojos muy abiertos, hacer el simulacro de pasar suavemente la mano por la frente...!

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