Córdoba, la del duende andaluz

Médula de la región más bonita y pasional del país ibérico, esta ciudad de candores conquista merced a los bríos propios del hálito gitano. Flamenco, arquitectura típica del sur y legado árabe, con la imponente mezquita de referente.

Córdoba, la del duende andaluz
Córdoba, la del duende andaluz

“Duende” le dicen los andaluces a algo que desborda magia, hechizo de virtudes que no se explica fácil, lo bueno intangible.

“Encanto misterioso e inefable” según las enciclopedias, que traducen lo que con las manos y las miradas penetrantes intentan explicar los de flamenco y sangre gitana.

En fin, que eso es lo que tiene Córdoba: Duende. El de una ciudad que tijeretea la realidad con plano lúdico, de clásica arquitectura del sur peninsular y atmósfera a deleite, y un legado árabe en las construcciones monumentales “Que vamo, que es una pasá”, en palabras del paisanaje.

Palacios, jardines, iglesias, fuentes, conventos, murallas, puentes… el portfolio de frutillas está disperso a lo largo y ancho del casco céntrico, que es gigante y caudaloso en bellezas, y que le peleen al trono de otros referentes de Andalucía como Sevilla o Granada cuando ellos quieran.

El tesoro levita entre calles en blanco y amarillo de las casitas con balcón y flores, las que arremolinan contra las obras recolectoras de siglos.

La primera, la elemental, es la Mezquita, que riega la fama de Córdoba, y con la que empezamos a preparar los cortejos.

Cimentada a en el epílogo del siglo VIII, poco tiempo después de la invasión musulmana, se convirtió rápidamente en ícono máximo de estas latitudes.

Se trata del templo en su tipo más grande de Occidente, que cautiva por sus dimensiones, pero sobre todo por sus primores. Una fortaleza de muros y puertas gigantes, protectores de las reliquias del adentro.

El diseño íntegro, con los detalles del arte islámico, las columnas a dos colores y los jardines, sirve para enaltecer la figura de aquellos que dieron vida a al-Ándalus.

Hombres y mujeres obedientes bajo el mando Omeya, Califato que reinó en buena porción de la Península Ibérica y que desapareció con el final de la Guerra de Granada, en 1492.

Tras la reconquista católica, se levantó en el recinto una Catedral (la denominación oficial del lugar es Mezquita-Catedral de Córdoba), respetando gran parte del legado omeya.

Más indicios de presencia árabe surgen en la abstracción del mapa (el regreso de lo metafísico), y también en lo palpable, en los resabios de flema mudéjar de las construcciones en general, y de las con nombre y apellido.

Es el caso de los Jardines del Alcázar de los Reyes Cristianos (el otro fortín local), la torre Alminar de San Juan (siglo X), las murallas de calle Cairuán, la majestuosa Medina Azahara (en las afueras del anillo metropolitano) y los célebres baños árabes, repartidos por toda la médula de la capital provincial.

Esos pinceles tiñen incluso segmentos de edificios de otras religiones, como la Capilla de San Bartolomé y la Sinagoga (ambas del siglo XIV).

El Guadalquivir y los barrios

“Que caló, que caló”, gime el cochero, con el típico modo de hablar andaluz que se roba las eses y las erres del final, y los caballos bufan dándole la razón.

Tiene el sombrero negro bien puesto, y una propuesta: “Vamo chaval, a ve si te sube a la carreta y te muestro lo sitio ma bonito de Córdoba”.

Como él, muchos otros se pasean llenando los adoquines del ruido seco de las herraduras, y brillan los potros y las yeguas cordobesas, en teoría de las monturas más bonitas del mundo (tradición ecuestre sobra en la ciudad, con permanentes exhibiciones y el porte de las caballerizas reales).

Cerquita del piloto y sus corceles, brota el mítico río Guadalquivir, ya conocido por los fenicios y los romanos. Ahí está el Puente Romano prestando testimonio (una de las tantas huellas de aquella civilización en la urbe), coronado al frente por la Torre de Calahorra (siglo XIII). De este lado del agua, la Mezquita, y los pasadizos que llevan a deambular por callejones anónimos.

Entonces se levanta Córdoba en nueva cuenta, todavía en el casco histórico, pero por sectores menos concurridos. Ahora es el barrio el que seduce, el pueblo que vive en esas mismas casas a un solo hálito, de vuelta lo del blanco y el amarillo.

Callada anda la cuadra, salvo en los bares donde se bebe y se cotorrea con el vino en la mano, tortilla de patatas, chorizo y queso de cabra para acompañar.

El resto es gusto a siesta, a iglesias varias, a palacetes (el Palacio de Viana, por caso), a plazuelas medievales multiplicadas por doquier, como las que uno imagina cuando lee las españolísimas aventuras del Capitán Alatriste (la del Potro, con su fuente, es una delicia).

Burlar las esquinas, implica pispiar las galerías de las casas, llenas de azulejos y reminiscencias mudéjar, súper frescas en medio de los 40 grados y delirar con los famosos patios cordobeses y sus infinitos maseteros preñados de flores.

Hacia el final, las vueltas hacen desembarcar en el sector de la Judería, donde, además de la Sinagoga, habita la Casa de Sefarad y el monumento a Maimónides.

El filósofo judío y mucho antes su colega romano Séneca, supieron caminarle los bríos a Córdoba y sentirse dichosos. Muy sabios eran.

Noches de pasión y flamenco

Los suspiros echan cenizas, y esos ojos poseídos brasas, cuando las manos comienzan a dibujar cuadrantes en el aire, y los taconeos hacen crujir la madera.

Las mujeres, erguidas en rostro firme, lucen vestidos a lunares, caderas sugerentes y bailan. Es la guitarra la que marca el ritmo, afiladísima, con la complicidad de los palmeros, que palma, palma, palma y dos por tres tiran un “ole”, un “venga”.

Después será el turno del cantaor, de voz tempestuosa y quejires varios. Y para el final, el bailaor macho. Pecho peludo se asoma por la camisa abierta, pasión pura en movimiento, de no creer la destreza.

El espectáculo es de flamenco, claro. Pero no cualquiera, sino el de los Tablaos Cordobeses, prestigiosa escuela que cosecha loas en los cinco continentes y que, en cada gran metrópoli de España tiene su embajada.

Una tradición que viene de los gitanos, la comunidad que determina los latidos del municipio, de la provincia y de todo el sur del país, a través de una corriente cultural tan exótica como sugestiva.

Lindero, el público disfruta del show y bebe sangría, en sillas de plástico al aire libre, la compañía de los naranjos.

Un centenar de almas atentas a cada instante, incluso los que detienen la música para que el presentador, que también lleva la primera guitarra, diga algo lindo de su tierra repleta de olivos y talento.

El viajero asiente, y al continuar las alegrías, las sevillanas y las bulerías,  desenfunda las manos y las junta al tono, y hasta le saca sonidos a las caricias, imitando el arte de los palmeros.

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