Un play boy para presidente

Donald Trump, con su estilo sesentista de sexo descuidado, parece haberse convertido en el heredero revolucionario de Hugh Hefner, fundador de Playboy.

En otra era, o en una campaña electoral diferente, el incidente habría cambiado por completo el rumbo de la historia; en ésta apenas llegó al nivel de escándalo. Ahí estaba Melania Trump, que puede llegar a ser la primera dama de Estados Unidos, posando desnuda en una serie de fotos tomadas hace veinte años y publicadas por The New York Post. Y en su edición del día siguiente, la presentó besuqueándose con otra mujer en la cama. Pero la prensa apenas disimuló un bostezo pues el escándalo más reciente provocado por el marido opacó el de las fotos. Y si fue noticia fue solo porque la fecha de las fotografías suscitó dudas sobre la legalidad de la condición migratoria de la señora Trump.

Se suponía que esta elección iba a ser un plebiscito sobre Hillary Clinton, figura polarizadora pues parece encarnar las transformaciones culturales de los años sesenta: una mujer que trabaja, liberal y feminista, esposa, además, del primer presidente de la generación de la posguerra.

Pero en el año de Donald Trump, los conservadores religiosos que combatieron muchas de estas transformaciones se encuentran reducidos a un desafortunado residuo. Los mejores se han retraído para recuperarse; los peores se han degradado ante un candidato presidencial sibarita y nada religioso.

Así, por sus palabras, sus acciones y las fotos “artísticas” de su esposa, es Trump, más que Clinton, el que confirma el triunfo definitivo de las revoluciones sexuales.

Y digo revoluciones, en plural, porque Trump es un recordatorio de que los años sesenta se vivieron por etapas, en las que diferentes personajes y concepciones del mundo influyeron en los cambios sociales. Como escribiera John Podhoretz en un astuto artículo, Trump y Hillary son hijos de los años sesenta, pero de sus extremos opuestos: la era de la pandilla de Frank Sinatra en el caso de Trump, y la del florecimiento del liberalismo de la posguerra en el de Hillary.

Mucho de lo que nos parece extraño y reaccionario en Trump está vinculado con lo que era normal para ciertos hombres de los tiempos de Sinatra retratados en la serie de televisión “Mad Men”: el sexismo descuidado, la rara combinación de sordidez y formalidad, incluso el estilo de insultos cómicos.

Pero aunque esa cultura masculina era “conservadora” en su actitud explotadora hacia las mujeres, en sí misma era una revuelta en contra de las normas burguesas y del cristianismo del estadounidense medio. Y si Hillary es encarnación del feminismo de tiempos de Gloria Steinem (parcialmente, dado su complicado matrimonio), su oponente es heredero del revolucionario masculino en cuyo club alguna vez Steinem se introdujo de forma encubierta: Hugh Hefner, fundador de la revista Playboy.

Fue Hefner el que encarnó plenamente la revuelta sexual masculina. Hoy en día es apenas un viejo verde, pero al principio se las dio de filósofo y predicó un evangelio plagiado de la vida bohemia y de varios enemigos freudianos de la represión, en el que la sagrada búsqueda de la promiscuidad era el derecho humano por naturaleza. Pero, en realidad, era un derecho masculino y solo para cierto tipo de hombres: el tipo de galán que le gustaba invitar a las damas a su departamento a “hablar calmadamente de Picasso, Nietzsche, jazz y sexo”.

Bueno, al menos ese era el ideal. Trump, el tres veces casado súper macho que hace bromas sobre la menstruación de la periodista Megyn Kelly, es la realidad más usual (como lo fue, si bien con mucha más clase, el máximo exponente del hombre de principios de los años sesenta, el adicto al sexo John F. Kennedy).

Esa brecha evidente permite explicar por qué Hefner pasó de ser un fenómeno a un espectáculo de segunda categoría, mientras que la ideología de la clase alta liberal fue una visión más feminista de la liberación. Pero solo en forma gradual y parcial. La revolución sexual del hombre, en la que la libertad significa que él podía tomar a quien quisiera mientras la mujer tomaba la píldora, sigue siendo una fuerza poderosa y no solo en los pasillos de Fox News. Desde Hollywood y los planteles universitarios hasta los camarines de los conciertos de rock y la operación política de Bill Clinton, ha persistido como una filosofía dominante aunque tácita en recintos oficialmente comprometidos con el liberalismo cultural y la igualdad sexual.

También ha persistido por haberse abaratado en lo cultural. Quienes hayan visto “The Girls Next Door”, el programa de televisión sobre la casa de Hefner, habrán notado que la mística de Playboy decididamente no era una broma en los ambientes de clase media baja que producían a las modelos del centro de la revista y sus admiradores más acendrados. Como el trumpismo, los valores hefnerianos han prosperado en el vacío creado en la clase trabajadora por la retirada de la religión y el desmadejamiento de la comunidad.

Finalmente, entre los hombres a los que les prometieron dóciles modelos y acabaron solos con una conexión de internet de alta velocidad como consuelo, la revolución sexual masculina se coaguló en una subcultura tóxica, resentida por las facultades que han adquirido las mujeres en todos sentidos.

Ahí es donde encontramos a los admiradores más fuertes (y más extraños) de Trump. Él se ha convertido en el Macho Alfa para todos los hombres beta que aspiran a la condición de alfas y cuya mezcla de liberación moral y de misoginia mantiene vivo el sueño de Sinatra.

No hay suficientes seguidores de este tipo para que Trump gane la elección. La revolución de Steinem (pese a todas las complicaciones que ha tenido, y seguirá teniendo, Hillary) habrá de vencer sin dificultad a la de Hefner en las urnas este año.

Pero el conflicto cultural entre esos dos estilos posrrevolucionarios -entre los miembros de las fraternidades universidades y las marisabidillas feministas, entre los jugadores de video y la policía de la diversidad, entre los provocadores de la derecha alterna y los hombres inseguros, entre los tarados que escupieron odio ante la versión femenina de “Ghostbusters” y los alienados con la moda que pretendieron que es buena- llegó para quedarse. Con el tiempo y el deterioro del cristianismo, podría llegar a eclipsar guerras culturales anteriores. En el ámbito de la cultura popular, ya las eclipsó.

Hace diez años, los liberales anhelaban una derecha post-religiosa, una guerra cultural diferente.

Hay que tener cuidado con lo que se pide.

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