Un martes de terror

Los últimos quince minutos del partido, cuando ya se veía venir la catástrofe como los meteorólogos previenen del zonda, entró a jugar otra palabra: desesperación.

Jorge Sosa - Especial para Los Andes

Voy a usar tres palabras para comenzar esta nota: frustración, decepción e indignación. Son tres palabras que adquirieron notable vigencia el martes a la noche una vez que había finalizado el partido de la Selección Argentina de fútbol contra la de Venezuela.

La mayoría de los argentinos estuvo involucrado con el acontecimiento deportivo, y digo la mayoría, porque siempre suele haber casos curiosos, que mientras sopla un viento inmundo ellos abren las ventanas.

La expectativa era tremenda y no se hacían vaticinios de quién iba a ganar, eso era algo que se daba por sentado y por parado también. El cálculo apuntaba a por cuantos goles de diferencia le íbamos a ganar a los del país del joropo. Se manejaban cifras astronómicas: cinco a cero, por ejemplo. El cero era de ellos y de nosotros la cantidad.

Claro se enfrentaba una selección compuestas por figuras notables del acontecer futbolístico mundial, con un cuadro de pibes desconocidos, algunos que ni DNI tenían. Los nombres rutilantes de la albiceleste hacían presentir una cantidad de goles tan grandes que era difícil que la cifra cupiese en la portada de los diarios. Entre los nuestros había figuras reconocidas mundialmente. En fama ganábamos por triple goleada y en valoración económica también. Argentina tenía un plantel que sumando las cotizaciones, en plaza, perdón en cancha, de ellos hacía una cifra millonaria cercana a los mil millones de dólares y al frente había un equipo cuya cotización no alcanzaba a llenar el carrito de un supermercado de los baratos, si es que los hubiese.

Estaba todo dado y se comenzó viendo el partido haciendo apuestas sobre qué minuto nos regalaría el primer gol. Pero los minutos pasaron con ese ritmo incontenible que tienen los minutos y el primer gol llegó recién en el segundo tiempo, con el agregado, no pensado, de que fue gol de ellos.

Los últimos quince minutos del partido, cuando ya se veía venir la catástrofe como los meteorólogos previenen del zonda, entró a jugar otra palabra: desesperación. Nuestros jugadores en la cancha hacían todo lo posible porque la pelota no entraba y comenzó el televisor a expandir un aire muy frío proveniente de los pechos que vestían la celeste y blanca. Entonces el tipo, el tipo común, que esperaba una noche de alegría entre tantos días de frustraciones, comenzó a realizar actividades no conocidas en su currículum de tipo.

Algunos se mordían las uñas, otros se aferraban al crucifijo que hay en toda casa mientras murmuraba rezos futboleros, unos caminaban por el comedor pateando todo lo que estuviese a su alcance incluyendo choco y suegra, hubo quien se arrodilló frente a la pantalla. Los insultos comenzaron a subir de tono desde una modulación de suspiro hasta los gritos desesperados que no escucharon los vecinos  porque ellos también estaban gritando. Los ojos comenzaron a ponerse húmedos y no precisamente de emoción, sino de bronca. Hay gente que aún hoy, a cuatro días del partido aún sigue lagrimeando.

El refrán es simple y categórico: “No cantes victoria antes de tiempo”. Pues no solo cantamos victoria, cantamos victorión y cuando el juez dio los tres pitazos finales, un silencio de apocalipsis rodeó a la sufrida población de este país: apenas habíamos empatado.

Lo que se dijo después pueden ustedes refrescarlo en las secciones deportivas de cualquier diario. Pero el hecho estaba consumado. Hay veces que los cuentos tradicionales cambian el final. Esta vez ocurrió: Caperucita se morfó al lobo.

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