Trump, un rostro más auténtico

Mucho se sigue debatiendo sobre el cuestionado presidente de los Estados Unidos. Para el autor, su perfil franco y coherente es digno de ser analizado.

Difícil decir algo nuevo sobre el tema. Pocas veces se escribió tanto sobre un presidente electo, pocas veces se equivocaron tanto los que opinaban que no podía triunfar. Trump es a prueba de expertos, eso ya es un mérito.

Se me ocurre que se opina desde dos lugares opuestos: uno, los enamorados de los Estados Unidos, para ellos es difícil de explicar, no es fácil pasar del amor a la falta de respeto, del príncipe azul al verdugo. El imperio admirado, de pronto muestra su cuerpo desnudo y asusta la imagen que les devuelve el espejo. Admiradores del imperio que no imaginaban a ese personaje como el conductor del gran país del Norte. Y, ya del otro lado no está el comunismo, ni siquiera el nazismo, del otro lado no hay mucha ideología pero sí muchos intereses, y esos son los que más gritan.

Hubo tiempos en que las discusiones se generaban en torno de las internacionales, de las ideas, marxistas o liberales, socialistas, trotskistas o social cristianas. Tiempos pasados. Ahora tanto Rusia como China debaten tan solo sobre el poder y los negocios. Pareciera que solamente la Iglesia con el papa Francisco se ocupara de los necesitados, mientras muchos intentan devaluar su misión con la reiterada acusación de populismo. Y los ricos, que se reúnen en Davos para participar de la verdadera internacional de los triunfadores.

Volviendo a Trump, yo me ubico del otro lado; nunca me enamoré del imperio ni se me ocurrió mudarme a sus tierras para disfrutar de sus logros. Claro que a los veinte años grité, como muchos, “abajo el imperialismo”, tardé en darme cuenta de que mis alaridos no conmovían sus oídos, y finalmente dejé de gritar. Eso sí, me cuidé de no pasar de enemigo a admirador, traté de convertirme en un observador objetivo.

Hay muchos que creen que nosotros, como país, pudimos llegar a ser importantes. Esa historia que cuenta un pasado de promesa, de grandeza, de triunfo. Y claro, ese relato termina admirando el logro de ellos y lamentando en consecuencia nuestro indiscutible fracaso.

Ese debate eterno e inconcluso que se inicia con la pregunta del millón: “¿Cuándo comenzó nuestra decadencia?”. No sirve citar autores que nos imaginaban futuros de grandeza, alcanza con asumir que nadie llegó muy lejos sin industria ni ejército, y nuestras clases dirigentes consideraron por largos años que más allá de los productos del agro no había futuro. Fuimos como algún país árabe, que corrieron la carpa y sacaron petróleo, vinieron los Rolls-Royce para los jeques, pero nunca llegó el desarrollo a su pueblo. No añoremos grandezas que no tuvimos, y no olvidemos nunca que el no tener una cultura dominante implica asumir una mezcla de razas que da riqueza creativa, a la vez que impide que se imponga una identidad. El gran país del Norte hereda la vocación imperial de la cultura sajona, que incorpora a otras vertientes, pero es indudable el poder de esa identidad dominante. Nosotros rompimos con lo hispano y nos enamoramos de otras naciones sin poder hasta ahora asumir una misma concepción de la realidad.

Otro detalle importante para tener en cuenta es que tanto Inglaterra -primero- como los Estados Unidos -después- fueron potencias que dominaron el mundo mientras nunca lograron y ni siquiera se interesaron demasiado en la integración de sus propios ciudadanos. Trump es la imagen de una sociedad que no era tan justa como parecía, de una frustración difícil de imaginar en la distancia. No es que nosotros sufríamos y ellos disfrutaban, sino que nosotros fracasamos como país mientras ellos lograron dominar el mundo. Eso sí, el derecho a la salud pareciera ser un gesto de solidaridad que ellos no se pueden permitir. Con solo ese debate a uno le queda claro que una cosa es ser “El Imperio” y otra muy distinta es darles dignidad a sus ciudadanos.

Y para mi gusto lo más importante en este personaje es que recupera el poder de la Nación por sobre el de los negocios. Este aburrido cuento de la globalización no era más que el imperio de las empresas, que producían donde la miseria obligaba y permitía los más bajos salarios. En síntesis, la riqueza terminaba explotando el atraso y cuestionando los logros de los países donde los ciudadanos habían llegado a un digno nivel de vida. Esa trampa de los ricos de explotar a los necesitados debía encontrar su límite, y Trump se lo puso. En eso, tiene una lógica mucho más honesta que tanto progresismo de ricos culposos. No me asumo ni pro ni anti imperialista, solo digo que Trump es un rostro del imperio más auténtico y lógico que muchos otros que solo le aportaban dulzura a la doctrina Monroe.

Soy de los que admiran a los pueblos que han logrado integrar a la totalidad de sus habitantes, aquellos donde el capitalismo incita a la producción mientras el Estado impide que la codicia destruya la sociedad. Sin duda la perfección está en ese mundo que llamamos “los países nórdicos”, y en la Europa del Mercado Común, esa que tanto criticaban los que sueñan con un mundo en el que los negocios se impongan a las naciones. A eso se refieren muchos cuando nos dicen que la globalización es un proceso inevitable. Hasta el momento los países más justos son aquellos donde el poder político le pone límites al poder económico. Eso que alguna vez logramos nosotros en el pasado, esencialmente en los tiempos del peronismo, y perdimos a manos de personajes nefastos que nos devolvieron a la injusticia mancillando aquella digna memoria. Me refiero a Menem y a los Kirchner.

No es tiempo de exportar la lana e importar los pulóveres, sin industria sobra demasiada población. El agro es el regalo de la naturaleza que nosotros convertimos en productivo. Eso solo no alcanza, necesitamos una industria que incorpore a los que quedan afuera. Y a veces eso exige proteccionismo; si hasta Trump lo está ejerciendo.

Trump desnuda las mentiras del libre comercio, al menos tomado como dogma ideológico. Aprendamos de esa franqueza, puede servir para superar nuestra ancestral imbecilidad. No es sólo para asustarse, también puede servir para aprender.

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