Tigre en la Pampa

Tigre en la Pampa
Tigre en la Pampa

Salí a caminar solo por Mendoza por primera vez. A medida que avanzaba me sentía libre, por primera vez en mucho tiempo caminar no era abrirse paso. También fui a la montaña. La saludé pero no respondió. Me quedé intranquilo y sentí un deja vu del Oeste norteamericano. Gaby Comte me amonestó: “La montaña es sorda, querido Fernando”.

Ya sé, pero soy un pésimo viajero. Fui a tres lugares en mi vida. Cualquier cosa me los recuerda.  Es completamente arbitrario. No puedo sacarme los anteojos, como los exploradores ingleses del siglo XIX que no sabían ver pumas y encontraban tigres en la pampa. Como Esteban Echeverría, que los leyó y reprodujo.

Mi anfitrión me dijo que era un porteño enroscado y yo le dije que sí. Acá no estoy anestesiado y entonces pienso que no quiero viajar en subte nunca pero nunca más, y que no tengo ganas de dar clases en aulas donde se cae el techo, que si sigo en la Universidad de Buenos Aires me voy a volver una persona resentida y mala.

Yo no soy una persona resentida y mala. Siento que estoy para otras cosas.  Me dicen que relaje, que etcétera, pero uno no elige qué pensar. Recuerdo que cuando volví a Argentina en 2010 luego de un año en un campus estadounidense, me dije que era temporario. Quería ahorrar e irme a otro lado, porque sabía lo que Buenos Aires haría conmigo, lo que ya había empezado a deshacer esos últimos meses cuando me volví vegano y me compré un ukulele... pero ¡volví y me dejé chupar por la inercia otra vez!

Sigo caminando por Mendoza y me pregunto cuánto falta hasta que caiga accidentalmente en una acequia, a qué oscuro inframundo me conducirán. Seguramente a nada tan espantoso como el subte. Me entusiasmo. Quiero dedicar los días que me quedan a desentrañar algún misterio. Maruja Bustamante me dice “Fernie, tenés que comer tortitas”.

Le hago caso y reconozco el sabor de la grasa cadavérica. Tortitas de churrasco, diría el genial y siempre imitado Diego de Aduriz. Termino una y dejo la otra. Maximiliano Santini me dice que tome vino y preste atención a los sonidos de la ciudad. Le hago caso y me la paso tomando vino, pero no sé a qué se refería con los sonidos de la ciudad. Igual son lindos. Compro vino en una estación de servicio, algo que me parece increíble y utópico. El empleado me hace chistes y me cae bien.

Ya aprendí a intuir para qué lado está la montaña aunque no la vea. Quiero ser uno de esos turistas que se caen de la montaña sacando una foto y los rescatan. Quiero que se gaste dinero en mí.

Empieza un nuevo día y por las calles de Mendoza pasan personas de rastas, de pelo azul, darks, travestis, lesbianas y sus hijitas. Veo tachas, mechones decolorados. La gente fuma lo que se le antoja y sostiene la mirada por mucho más tiempo de lo que me resulta habitual. Yo lo que quiero es que Mendoza me colonice. Ya me sale su ye. Creo. En el café de ahora suena Espen Lind. Lucky for you. The dream of the nineties is alive in Mendoland.

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