Seis largos meses del presidente de EEUU

“A partir del 20 de enero vimos un niño con traje de grande, un paje con armadura de caballero, un experimento peligroso de consecuencias imprevisibles”.

Desde el principio, toda la gente que me rodeaba habló incesantemente sobre el final. ¿Cuánto tiempo podría durar la presidencia de Donald Trump? ¿Sería su perdición el juicio político o la enmienda XXV? Antes de Trump, muy poca gente siquiera había oído hablar de la existencia de la enmienda XXV, que permite que el vicepresidente y la mayoría de los miembros del gabinete declaren al presidente incapaz de desempeñar sus funciones. Pero de pronto, todo el mundo estaba al tanto, y tan pronto como Trump tomó posesión la pregunta del día se convirtió en una disyuntiva entre él y Mike Pence. ¿A quién prefieres? ¿A un lunático en todos los campos o a un zelota religioso? Elige tu gobierno. Escoge tu veneno.

Parte de esto, por supuesto, se debe a los amigos que tengo. Mi círculo no rebosa de entusiastas de Trump. Pero gran parte se debe a Trump mismo: a su grandiosidad desbocada, a su vulgaridad sin fondo, a las mentiras para encubrir otras mentiras. Nunca voy a olvidar su segundo día en el cargo, no sólo porque aprovechó que se presentó en las oficinas de la CIA para cacarear con gran detalle sobre las numerosas veces que ha estado en la portada de la revista Time. Y para insistir, a pesar de la abundante evidencia de lo contrario, que cualquier querella entre él y los servicios secretos era un invento de los medios de comunicación. Ese día se me quedó grabado debido a un mensaje de texto que recibí de un periodista que había estado cubriendo a Trump así como a otros, que lo conoce a fondo y que estaba profundamente atónito por esa exhibición presidencial.

“Todos vamos a morir”, dijo. Si bien había broma y exageración en esas palabras, también había una alarma justificada y el sombrío reconocimiento de que, al rendir el juramento de su cargo, Trump no se había transformado en algo que siquiera se acercara a lo que pudiera llamarse un estadista digno y responsable. No, el poder que había adquirido solo lo había convertido en un hombre malvado más poderoso, y lo que vimos antes de las elecciones del 8 de noviembre fue lo mismo que obtuvimos a partir del 20 de enero: un niño con traje de grande, un paje con armadura de caballero, un experimento peligroso de consecuencias imprevisibles.

Las consecuencias son más visibles ahora. El jueves 20 de julio, Trump habrá ocupado la presidencia durante seis meses completos y nosotros podemos sacar algunas conclusiones con cierto grado de confianza.

Nadie puede decir todavía cómo o cuándo se va acabar. Las payasadas, evasiones y omisiones del vástago de pocas luces que lleva su mismo nombre han reforzado las voces que hablan de juicio político, pero las declaraciones que hicieron los legisladores republicanos la semana pasada no apoyan esa posibilidad. Con raras excepciones, las palabras más serias provinieron de los sectores más previsibles y difícilmente llegaron al nivel de la revuelta. Quizá eso sea un alivio. ¿Podemos imaginar a Trump, con su piel tan delgada y su complejo de mártir, en las tenazas de la impugnación? Se la pasaría aullando, insultando y destruyendo todo lo que lo rodea. Quiero decir, más que ahora.

Tuve que dejar de hacer gestos de fastidio cada vez que se jacta de lo mucho que ha hecho pues tiene razón. Él ha hecho muchas cosas.

Con su postura sobre el cambio climático, el comercio y los refugiados y con todos los besitos que le envía a Vladimir Putin, Trump ha alterado el lugar de Estados Unidos en el mundo y resquebrajado el marco de la posguerra. No se dejen engañar por el reciente intercambio de cumplidos entre él y el presidente francés Emmanuel Macron. Buena parte de Europa occidental todavía no se repone de lo que considera la renuncia de Estados Unidos a su cargo de liderazgo. Esto podría ser reparable después de Trump, claro. Pero me pregunto si los aliados más firmes de Estados Unidos alguna vez volverán a ver a este país con los mismos ojos de antes.

Con su primera designación para la Suprema Corte, él mostró lo que casi con toda seguridad haría con un segundo o tercer nombramiento: darles gusto a los conservadores sociales, que son uno de los componentes más confiables de su base. Si dura en el cargo el mandato completo, y si como es de esperarse, el Senado queda en manos republicanas después de las elecciones intermedias de 2018, Trump dejará de legado una Suprema Corte que se inclinará agudamente hacia la derecha para la generación venidera.

Con sus descuidos, sus escándalos y . su círculo interno de neófitos arrogantes, él está desperdiciando el tiempo. Eso difícilmente puede considerarse un logro singular, pero no podemos permitirnos que la parálisis del gobierno y el dejar las cosas para después se sigan prolongando. La infraestructura ya no es competitiva (y resulta peligrosa), el código fiscal pide a gritos su revisión y la fuerza laboral carece de la capacitación necesaria. ¿Cuándo se va a arreglar eso? ¿Cuánto más vamos a rezagarnos?

Y, mientras tanto, ¿qué le va a pasar a la de por sí marchita fe de los ciudadanos en su gobierno? Que Trump haya sido elegido revela la desesperación de los votantes con el status quo y su sensación de alienación con respecto de una pandilla mafiosa de ganadores. Trump fue su respuesta pírrica. ¿Hasta dónde debe de arder su ira para que se den cuenta de que fueron engañados?

Yo tengo más posibilidades de ganar una temporada de "The Bachelorette" que él de construir el muro tan incesantemente prometido. El desdén que profesó contra Wall Street fue una pose para su temporada de campaña que abandonó en el momento en que empezó a armar su gobierno. ¿Un seguro médico que será mejor, más barato y universal? Oh, por Dios.

Es muy posible que los fans de Trump nunca se lo lleguen a reprochar debido a una de sus hazañas más corrosivas y que más han servido a sus propios intereses: agitar el partidismo y la desconfianza hacia las instituciones con la convicción de que no existe lo que se llama verdad objetiva. Solo hay declaraciones opuestas. Siempre habrá “hechos alternativos”.

La acusación de simple parcialidad es el arma anticuada de antaño. Las "noticias falsas" es el anulador de hoy, y es una frase que le es tan grata que sus acólitos, despojándose de todo principio, están partiendo de ella para avanzar. La semana pasada, Sebastian Gorka, uno de los asesores de Trump, despotricó en contra del “complejo industrial de falsas noticias”. Se dice que Trump no cabía en sí de gusto.

¿Qué le sucede a un país democrático cuyos ciudadanos no solo pierden el terreno en común sino que también disputan la idea de una realidad común? Eso quizá lo podamos averiguar, gracias en parte a Trump.

A él no le importa en lo más mínimo el civismo ni la decencia básica. Y aunque le importaran, no tiene la disciplina para uncir sus acciones a ningún ideal. El estratega demócrata Doug Sosnik lo expresó perfectamente cuando me dijo: "Su presidencia es lo que ocurre cuando se exaltan los ánimos en la Oficina Oval."

Yo tenía solo nueve años cuando Richard Nixon renunció a la presidencia y fui adolescente durante los años de Jimmy Carter. Pero empecé a poner más atención solo cuando llegó Ronald Reagan. Él y todos sus sucesores tergiversaron la verdad, cada quien en diferente medida.

Él y todos sus sucesores tuvieron una vanidad que en ocasiones iba en contra del bien público. Pero ninguno de ellos siquiera se le acerca a Trump en ese sentido.

Ninguno de ellos se desentendió de los conflictos de interés como lo ha hecho Trump. Ninguno atacó en público a mujeres (y hombres) a causa de su aspecto o de una supuesta cirugía plástica. Ninguno hizo del regodeo el sello característico de su discurso público. Dos cucharadas de helado para Trump, una para todos los demás. Él es el presidente y los demás no. La mezquindad irradia hacia sus abogados, hacia los de su sangre, como también la perversidad y la falta de ética. Y es más que un espectáculo burdo. Es un ataque contra todo lo que significa ser presidente y lo que significa la presidencia misma. Las heridas que le ha infligido al puesto no van a sanar pronto.

No puedo quitarme de la cabeza dos incidentes en particular. Pocas semanas antes de su toma de posesión, Trump lanzó en Twitter un saludo de Año Nuevo que, mejor dicho, fue un proyectil contra cualquiera que no se hubiera arrodillado ante él. “Feliz Año Nuevo para todos”, expresó en su mensaje, “incluso para mis numerosos enemigos y aquellos que me combatieron y perdieron tanto que ahora no saben qué hacer. ¡Amor!” El otro ocurrió el mes pasado, cuando obligó a los miembros de su gabinete a besarle la mano mientras las cámaras de televisión transmitían en vivo. Esas grotescas manifestaciones de su ego revelan que él no va a cambiar y que gobierna tal y como vive, para Trump y sólo para Trump.

Con todo, trato de ser optimista: no todos vamos a morir.

¿Pero a sufrir? Sí, de eso podemos estar seguros.

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