Santiago Espel: “Una mesa de entradas es el escenario más sutil de la burocracia”

El poeta se sumerge aquí, en exclusiva para Cultura, en las particularidades de su último libro: “Mesa de entradas”, con el que apunta a los datos concretos de la realidad.

El poeta Santiago Espel considera a la poesía como una “herramienta de guerra”; un arma que sabe utilizar con pericia. Sin caer en la grandilocuencia, en sus libros se impone la franqueza como motor de sus poemas. La sinceridad de trazar un camino hacia la ‘verdad’, sorteando el fingimiento de tema y de sentimiento.

Su último libro “Mesa de entradas” (La Carta de Oliver) es otra muestra de un intento por la poesía en estado puro. Versos que no se debaten entre abstracciones y cuestiones genéricas; su propuesta apunta a los datos concretos de la realidad.

- ¿Por qué "Mesa de entradas"?, ¿cuáles son los núcleos en torno a este poemario?

- Desde lo más concreto, porque trabajo en una mesa de entradas hace casi 30 años. Una mesa de entradas, sea la que sea, es una frontera, un lugar al que se llega con ciertas intenciones y se retira con algo semejante a una temblorosa expectativa. Es un lugar de reclamos, de trámites, a veces una ventanilla sin rostro.

El escenario más sutil de la burocracia. Una gran boca que traga y expulsa la esencia de las personas. Este poemario intenta desvirtuar esa linealidad, ese linde fantasmagórico. Entonces los núcleos del libro remiten a letreros indicadores, como “Sala de espera”, “Registro de personas”, o “Mercado de pulgas”; por ejemplo.

Tópicos que aglutinan, ponen en fila, disciplinan. Y los poemas distorsionan el sentido de lo que ocurre tras esos letreros, en esos laboratorios donde se procesa el destino y las ilusiones de la gente. A lo largo de los 25 poemas hay una línea que va mutando poco a poco y que enhebra el texto en su conjunto.

Es como una médula en un cuerpo retorcido por espasmos, un conducto que a través del humor trata de anestesiar o atenuar la pobreza de esos lugares residuales que aparecen detrás de las mesas de entradas, es decir, de las fronteras.

- Creo que se trata de uno de tus libros más reflexivos. Son poemas que conjeturan la realidad. Otorgan mayor espesor a la cuestionabilidad del mundo.

- Es una de las intenciones del libro, no apartarse de lo que nos pasa, no transar, ser siempre elegantemente intransigentes, y a la vez sin resignar el lirismo, sin olvidarnos de que un libro de poemas es un suceso que intenta embellecer el mundo y hacerlo más justo.

- Cada poema, además de compartir una misma extensión, posee una forma muy trabajada. Cada uno incluye una oración en itálica que parece modificarse -sutilmente, claro- a medida que progresa. ¿Por qué?

- Lo formal tiene que ver con una cuestión esencialmente musical. En el prólogo se habla de una suite inconclusa, y el conjunto de poemas pretende ser eso: una pieza de sonoridad y sentido, con una gran carcajada de ‘Guasón’ que hilvana el total de la suite: esa línea en itálica que mencionás y que se va modificando y evolucionando hacia el sarcasmo.

- Además los títulos están en consonancia con el tono del libro: "Zona de detención", "Cruce de caminos", "Mercado de pulgas", "Sala de máquinas"; articulás toda una topografía poética en torno a tus obsesiones.

- Sí, esa topografía señala la desdicha, el oprobio de la frontera en la que vivimos, dependiendo de escritorios sin cara que toman decisiones sobre nuestros destinos. Ya sea desde el Estado, o desde las corporaciones, siempre estamos en desigualdad de condiciones; desde el momento mismo en que tenemos que presentarnos educadamente a reclamar o tramitar algo que, en el fondo, tiene que ver con nuestras libertades.

- Con la obra que llevás sobre tus espaldas, ¿qué significa para vos hoy, la metáfora?

- Un recurso ya incorporado de manera natural y espontánea a mi manera de sentir y vivir la poesía. Un desvío a las convenciones del lenguaje. La posibilidad de enriquecer la realidad, de sacarla de sus moldes a partir de un giro en la lengua.

- En "Mesa de entradas" prevalece un fino sentido del humor. Por ejemplo, la inclusión de los "fragmentos de comentarios sobre el libro publicado en el exterior".

- Es un guiño a los reseñadores profesionales del ámbito local, que atienden sus propias mesas de entrada.

- "Baile de máscaras" es excelente. Sueño con una historia técnica de ese poema. Algo así como cierta vez hizo J. R. Wilcock con unos versos de su autoría. Es decir, registrar toda una cronología circunstancial de ese poema. Desde la primera versión hasta las últimas modificaciones en las pruebas de galera. ¿Cuál fue su historia?

- Ese poema, que es el último, y en el resto de los poemas, quiere ser una representación de lo que entendemos por “el escenario de la realidad”.

Lo que se cuenta llega justo al límite de lo grotesco, y ahí se detiene, sin embarrarse, sin contaminarse de absurdo. Porque el grotesco es el triunfo de lo obsceno, es lo que ya no entra “seriamente” en la consideración de los hechos ni de la gente.

Por ejemplo, en nuestro país apareció un fiscal muerto con una denuncia de extrema gravedad, y la no resolución del caso, y los pormenores de ese proceso hacen que el asunto ingrese en la esfera de lo “grotesco”, entonces ya es difícil lograr un retorno de ahí, ha sido todo tan bastardeado que la cosa pierde peso, queda pedaleando en el aire, que es la intención inicial de los manipuladores que atienden sus propias mesas de entrada.

- La foto de tapa del libro, de Adrien Wettach, como es de esperar, le otorga un toque particular. ¿Por qué vincular tu poesía con la imagen de un artista circense suizo?

- Porque nuestra vida es una continua actuación, tenemos un costado deforme e impostado que es como un sentido de sintonía muy fina que vamos desarrollando a medida que vivimos, y que es absolutamente necesario tener y usar para poder sobrevivir. En el límite de esa representación está nuestro sentido de la ética: ¿hasta dónde me es permitido usar ese disfraz?

- Acabás de traducir una selección de poemas de Philip Larkin ("Las bodas de Pentecostés y otros poemas"). ¿Por qué este poeta en particular y qué significó para vos esta experiencia?

- Philip Larkin es un poeta que he leído mucho a lo largo de estos últimos años. La elección no tiene nada determinante. Podría haber sido Patrick Kavanagh, Denise Levertov, Kenneth Patchen o Sam Savage, por nombrar algunos de los poetas que también traduje. En el caso de Larkin, me pareció que la apuesta de traducirlo y editarlo aportaba al público lector algo, una posibilidad, sobre todo teniendo en cuenta que no hay muchas traducciones de su poesía en nuestro país.

- La otra tarde estuve con Walter Lezcano, y conversamos sobre Vicente Luy. ¿Leíste su poesía?

- Compartí con él y con Hernán y Pipo Lernoud una lectura en el 2006. Tengo un recuerdo de Vicente que tiene que ver con una necesidad real de expresarse a través de la poesía. Creo que no perseguía ni estaba interesado en proponer o seguir cierta estética o ideología de escritura. Lo suyo era visceral y cotidiano, de irreprimible honestidad.

- No hay vez que estando en Chile no piense en que a sólo unos escasos kilómetros está Don Nica, ya centenario, quizás pensando en algún que otro nuevo artefacto…  Tu libro, por cierto, se abre con una cita suya…  ¿Cómo explicarías su vigencia?

- No sé cómo explicar su vigencia si no es a partir de la lectura de su poesía, siempre cargada de luces filosas y carcajadas estentóreas. Una poesía escrita por afuera de todo manual, que tal vez hoy ya no nos parezca tan irreverente pero que sigue siendo una bengala en el cielo de la poesía. La prueba más contundente es la recurrente omisión de los suecos que desde una lejana mesa de entradas lo omiten, año a año.

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