Pompeya: un tesoro a orillas del mar tirreno

Hace poco más de dos mil años, la erupción del volcán Vesubio sepultó a esta ciudad emblema de la Antigua Roma. Redescubierta casi 17 siglos después, corporiza uno de los ejemplos mejor conservados de la época.

Se ve que venía acumulando muchos rencores el Vesubio, porque ese día, cuando los largó a todos, fue de sepultura, en un desastre que todavía despierta contemplación. Lo leyeron bastante antes los pájaros, huyendo en desbandada al pispiar los gruñidos mudos del volcán y el temblequeo intangible de un Golfo de Nápoles que, en Pompeya, encontraría con el tiempo el santuario para airear sus dolores.

Aquel 24 de agosto del año 79 d.C. la ciudad romana, junto con Herculano y otras poblaciones de la zona, fue víctima de la furia. Entonces, una erupción inconmensurable de su vecino y verdugo la borró del mapa, enterrándola a golpe de fuego y ceniza. Abajo, quedaba el plano que mejor conservó los modos de vida del imperio más grande jamás conocido. Casi 17 siglos hicieron falta para que renaciera de sus varias muertes, y contara la historia.

La hallaron en 1748, y ahí se empezó a saber: Pompeya tenía unos 15 mil habitantes, y se estiraba próspera de cara a una sociedad organizada y desigual, labriega del ADN de occidente. Intenso movimiento atestiguaban sus calles adoquinadas, que conectaban viviendas, comercios, templos, teatros, termas, recintos deportivos y hasta un prostíbulo.

Pero el suelo andaba en otra y, armado de un violento terremoto, dio el primer aviso, en el 62. Con el recuerdo fresquito en la memoria, los locales comenzaron a desalojar sus hogares cuando 16 años y medio después, la mañana se despertó a los sacudones. Se esfumaron con el miedo, igual que antes los pájaros. Todos, menos dos mil.

Esos dos mil (los esclavos que quedaron cuidando las pertenencias de sus dueños, los pobres temerosos de perder las suyas, los escépticos y los suicidas), vieron cómo llovieron residuos, cómo el día se volvió noche y tormenta, y cómo el cielo aprendió a escupir misiles incandescentes. Al final, a la hora del tsunami de cenizas que se comió los suspiros, no vieron más nada. En realidad, al rezo definitivo ya lo habían dado: la nube tóxica, ofrenda que la madre naturaleza mandó en la explosión inicial, iba sin miramientos.

Luego de ser redescubierta (el primer trabajo oficial en ese sentido fue realizado por orden del Rey de Nápoles, el español Carlos III), Pompeya arrojó, entre sus despojos, huecos con formas de humanos. Eran las siluetas de aquellos que cayeron en las garras de la erupción y que, rellenas con yeso, pasaban a eternizar las posturas adoptadas en el momento justo del desenlace. Algunas se pueden apreciar aún hoy, y animan en el viajero un paradójico sentimiento de fascinación y pena.

Qué ver hoy

A pocos kilómetros de la irreverente Nápoles, Pompeya se luce como un muestrario de historia viva. Se trata de un gigantesco parque repleto de ruinas, increíblemente conservadas gracias a las cenizas que la cubrieron por tantos años. Allí, los cientos de miles de personas que la visitan cada temporada, se sorprenden con lo vital de las construcciones (anfitrionas de frescos y mosaicos originales), entre las que destacan los templos (Apolo, Isis, Júpiter y Venus, por sólo nombrar algunos), la Basílica, el Foro, los espectaculares Anfiteatro y Teatro Grande, la Palestra Grande, las termas, el Anticuario, y un par de docenas de viviendas que cuentan particularidades de sus variopintos dueños. El recorrido (que demanda varias horas), permite conocer cómo era el día a día en la sociedad romana, y cuáles las costumbres y tradiciones de sus miembros.

Declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, la antigua Pompeya (la moderna y sus 30 mil habitantes se asienta al lado y no arroja elementos dignos de mención), aún tiene mucho que mostrar al mundo. Sin embargo, las excavaciones se encuentran paralizadas. Problemas legales y económicos impiden el despertar de viejos tesoros.

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