Paradojas en torno a Charlie Hebdo

Comprender lo sucedido en el atentado perpetrado contra la publicación francesa es simple, pero en el análisis del autor está pleno de incongruencias. En su artículo, un minucioso detalle de cada una de éstas.

Paradojas en torno a Charlie Hebdo
Paradojas en torno a Charlie Hebdo

Todo aquel que no sea un canalla se habrá sentido desolado por un hecho tan monstruoso como el asesinato a mansalva de personas armadas con lápices.

Excluyo, desde ya, a las feministas focalizadas en el “todos y todas”, que aprueban que a las chicas musulmanas les amputen el clítoris, y a los nacionalistas “de izquierda” argentinos, expertos en adorar tiranos árabes y locuras tercermundistas desde las épocas de Kadafi. Y sin embargo, comprender es esencial.

El intento de comprender es, precisamente, lo que nos diferencia de las bestias para las cuales todo es simple y unidireccional, la libertad es un producto desechable y el mundo está dividido entre islamistas e infieles.

Fue así, tratando de comprender, que llegué a las paradojas que intentaré explicar en estos breves nueve mil caracteres. Aquí van. Es un tema simple, pero su solución es extremadamente compleja. Los fundamentalistas islámicos lo plantean como una guerra, pero una guerra no es.

Los terroristas son tan totalitarios como los nazis, pero no son los nazis. El conflicto tiene una fuerte marca territorial y étnica, pero pensar y actuar territorial y étnicamente sólo sirve para agravar el conflicto. La respuesta de las sociedades ante el horror ha sido masiva, pero débil. Finalmente, hay que hacer algo urgentemente, pero carecemos de instituciones a la altura y apelar a los antiguos instrumentos puede empeorar las cosas. Vamos de a uno.

Es un tema simple, pero su solución es extremadamente compleja. Creer que existen soluciones simples, que cualquier tipo de estrategia policial o militar puede constituir una solución, es caer en la trampa terrorista. La condena de los crímenes debe ser total y sin peros. Policías, militares y jueces deben cumplir su rol y sobre los culpables debe caer todo el peso de la ley.

Pero violar la ley, como sucedió con los recortes a las libertades civiles posteriores al 11 de setiembre que impuso la administración Bush y con la red de cárceles, deportaciones y torturas clandestinas recientemente revelada por el Senado de los Estados Unidos, es abrir las puertas de nuestras sociedades al totalitarismo. En el caso de Francia, la solución no puede ser el intento imposible de la expulsión de los musulmanes ni un gobierno en manos de Marina Le Pen.

Los fundamentalistas lo plantean como una guerra, pero una guerra no es. Hay muertos y destrucción, pero una guerra no es sólo eso. Una guerra es un conflicto militar entre estados por el control de un territorio, y aquí no lo hay. Confundir la lucha sin cuartel contra el terrorismo con una guerra es uno de los peores errores que cometió buena parte de la sociedad argentina, y todavía lo estamos pagando. Los países que no cayeron en esa tentación, como Alemania, Italia y España, desterraron el terrorismo sin genocidio y sin canallas que luego se montaran en ese dolor para justificar nuevas aberraciones.

El simple acto de denominar “guerra” a lo sucedido en París es subirle el valor, como desean los terroristas. Y es de una enorme irresponsabilidad, ya que la guerra es -por definición- un estado de excepción en el que las garantías y la libertad están limitadas o suspendidas. Otra victoria para las fuerzas del mal.

Los terroristas son tan totalitarios como los nazis, pero no son los nazis. El nacionalsocialismo era un partido que se hizo con el poder en uno de los estados más avanzados del planeta, ubicado en el centro del continente más desarrollado, y junto a sus aliados tenían un formidable peso económico y militar, al punto de que estuvieron cerca de dominar Europa.

El fundamentalismo islámico tiene base en países atrasados y pobres, cuya capacidad económica y militar es ridículamente inferior a la del Eje nazifascista.

Pueden hacer daño, y mucho; y cada muerte es irreparable y dolorosa. Pero no pueden invadir otros países ni organizar un genocidio masivo. Qué hacer con esos países, cómo defender los derechos humanos de sus mujeres, homosexuales y minorías políticas reprimidas es una cuestión irresuelta, sobre la que es necesario reflexionar.

Cómo evitar nuevas muertes como las de las Twin Towers o las de Charlie Hebdo sin violentar las libertades civiles es otra. Qué puede pasar si una de estas sectas o de estos estados fuera de la ley se apoderara de armamento atómico, bacteriológico, químico es una cuestión para el futuro cercano. Pero decir -como se ha dicho- que estamos en medio de una tercera guerra mundial es irresponsable, contraproducente y funcional a la estrategia terrorista.

El conflicto tiene una fuerte marca territorial y étnica, pero pensar y actuar territorial y étnicamente sólo sirve para agravar el conflicto. Sostener que el conflicto israelopalestino o la invasión de Irak son la causa de la exacerbación del fundamentalismo islámico es idiota, pero creer que nuevos actos discriminatorios o nuevas invasiones solucionarán lo que no han podido los anteriores también lo es.

Sobre todo, es imprescindible evitar caer en la trampa de los enemigos complementarios, es decir: en la dinámica de ese tipo de enemigos que se combaten mortalmente pero comparten valores, y cuyas acciones refuerzan mutuamente el propio poder y el del complementario y enemigo. Los ejemplos que brinda la historia son diversos e incontables: el comunismo soviético y el nazismo alemán; el nacionalismo militarista estadounidense y Al Qaeda; los grupos insurgentes comunistas y las dictaduras latinoamericanas; el partido populista y el partido militar argentinos. Todos muy diferentes entre ellos, claro, pero producto de la misma mecánica, en la que las acciones y reacciones de A contra B y de B contra A refuerzan el poder de A y de B por encima de los demás actores.

Desde luego, es imposible desconocer que el nivel de conflictos de todo tipo es mucho más alto en las zonas en las que el Islam es la religión predominante. Y sin embargo, es también esencial comprender que la línea divisoria no separa a islamistas de occidentales sino a laicos de fundamentalistas; no a los árabes de los caucásicos sino a los que creen en derechos humanos indivisibles y universales de quienes salen a matar infieles.

No es una línea territorial, tampoco, la divisoria, sino una trinchera temporal: teocracia contra democracia, sociedad civil contra patriarcado, populismo monárquico contra república, atraso contra progreso, Modernidad contra Medioevo.

La respuesta de las sociedades ha sido masiva, pero débil. Décadas de corrección política y de relativismo moral y cultural han impedido dar a los fanáticos la respuesta que merecían: miles de personas en las calles de todo el mundo llevando no los blandengues carteles “Je suis Charlie” sino las tapas de Charlie Hebdo que provocaron la furia fundamentalista. “Je suis Charlie” era la más fácil y la más hipócrita de las respuestas.

Porque no, no somos Charlie. Charlie murió y nosotros estamos vivos. Charlie murió porque se animó a poner esas tapas y nosotros no nos animamos siquiera a mostrarlas después de su muerte. Mucho “Je suis Charlie” y mucho espacio en negro en los caricaturistas de todos lados. Pocas figuras irónicas del Profeta. El miedo no es zonzo, pero es indigno.

Finalmente, hay que hacer algo urgentemente pero carecemos de instituciones a la altura de este desafío; como carecemos de instituciones a la altura de todos los problemas que superan las dimensiones de las naciones-estado; llámense cambio climático, crisis financiera, proliferación nuclear o crimen organizado.

A las puertas del tercer milenio, cuando la sociedad global de la información y el conocimiento toma forma, la humanidad se enfrenta a un desafío tan grande como el que afrontó cuando la Revolución Industrial multiplicó la riqueza, achicó los espacios, remezcló las identidades, derribó a los viejos dioses y las naciones-estado y sus instituciones fueron creadas. Ya no lo recordamos, pero asesinatos, guerras y atentados fueron la norma en todas partes antes de que las sociedades que ya eran nacionales por su funcionamiento económico-social lograran construir instituciones políticas a la altura de las circunstancias.

Sólo entonces, con una unidad política basada en el federalismo, una ciudadanía igualitaria y una justicia universal los entrerrianos dejaron de invadir Buenos Aires, los porteños dejamos de asesinar líderes riojanos y los argentinos todos de plantar cabezas de otros argentinos en picas exhibidas en las plazas. Y así fue, más o menos, en todos lados.

Federalismo, ciudadanía igualitaria y justicia universal. ¿No fue así también en Europa, después de las dos guerras mundiales y de los genocidios ocurridos en la Europa de las naciones soberanas y autárquicas?

¿No son los opuestos resultados obtenidos al fin de la primera y la segunda guerras mundiales la mejor demostración de que son las instituciones comunes y no el espíritu de revancha la única manera de derrotar a los fanáticos, superando las visiones tribales? Justificados o no, el aislamiento, la hostilidad y los resarcimientos impuestos a

Alemania al fin de la Primera Guerra arrojaron a uno de los pueblos más cultos del mundo a la desesperación y al nazismo. Por el contrario, el Plan Marshall, la pertenencia a la Comunidad Europea del Carbón y el Acero y la integración al mundo pacificaron a Alemania, derrotaron definitivamente al nazismo y dieron a Europa décadas de paz, prosperidad y democracia.

Federalismo, ciudadanía igualitaria y justicia universal. ¿Por qué no pensar que esta sociedad civil global en construcción requiere los mismos remedios?

Por Fernando Iglesias - Periodista. Especial para Los Andes

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