Movida tropical: claroscuros del ritmo

Estigmatizadas y defendidas por igual, las bailantas mendocinas se adaptan a los tiempos y son fuente de historias que algunos preferirían ocultar.

"He visto cómo se formaban matrimonios y también he visto separaciones acá, justo enfrente de mí", confiesa casi a los gritos Gloria Zuccotti. Son las dos de la mañana y la bailanta de la señora Zuccotti estalla en emociones.

Afuera, a lo largo de la Cuarta Sección y más allá, Mendoza simula su letargo de ciudad conservadora, escondiendo estos salones donde la vida se juega al compás de la música tropical. A pocos metros, una iglesia duerme el descanso del guerrero.

Pero la cumbia insiste. El lugar que maneja Gloria se llama Premium, queda sobre calle San Luis y se define como "confitería bailable". Solo los caballeros pagan entrada: cien pesos. Las damas entran gratis.

En la puerta se multiplican hasta el vértigo los peinados con gel y los perfumes dulzones. Ojos pequeños, caras curtidas por el sol; estrategias del escote y brillos para alejar la soledad. “Imaginate si habré visto cosas: hace veintidós años que estamos acá”, recapitula la entrevistada, mientras cobra y saca botellas de la bacha.

En el mostrador van y vienen las manos de los que compran bebidas. No son manos delicadas, como las que abundan en los boliches de Chacras. Aquí la plata se empequeñece entre dedos que podrían levantar una pared, podar ligustrinas o reparar un cigüeñal.

Gloria asiente: “mi gente es gente de laburo, no es de alta alcurnia. Entonces de pronto cobra su platita y no tiene para ir a una cena show. Viene acá y sabe que la pasa bien, por eso tenemos una clientela más o menos fija…”.

En efecto, la recorrida de Los Andes revelará que parece haber un acuerdo tácito entre las bailantas de la zona metropolitana. Se reparten el público según edades y oficios. "Nosotros nos concentramos en los mayores de 35. A muchos ya los conocemos. Eso nos permite trabajar como se hacía antes. La gente se sienta en una mesa y pide algo para tomar. Después van a la pista".

Llegan más personas. Gloria cobra. Gloria charla. Gloria abre la enésima cerveza. Ya en confianza, cuenta que será una noche complicada porque le toca estar sola en la caja. Cuenta, también, que a veces le agarra el bajón porque perdió un hijo en un accidente de autos. “Tomá, querido. Esta birra es para vos.  La casa paga”, dice la señora, y hace una pausa que invita al silencio.

La música no para (sigue, sigue). Momento para volver a mirar la pista. Y esto no sería periodismo si dejáramos de apuntar que la gente aquí lleva el baile tropical a nuevas cumbres. Un penetrante solo de acordeón raja el aire y completa la magia. Gloria aprovecha para despedirse: “¿así que sos del diario? Hacé una nota linda porque si no te voy a buscar”.

Al lado, un hombre que está comprando un vino juega a taparse las orejas. “Epa. Yo no oí nada. Soy como Pilatos”, sonríe. Luego agarra la cintura de su compañera y se sumerge en la multitud haciendo un trencito. Es el primer capítulo de lo que será una larga velada.

Décadas atrás, el fenómeno cumbianchero se centraba en los clubes de barrio y las uniones vecinales. Los veteranos recuerdan el ritual del “cabeceo”, las viejas vigilando a las hijas, los niños correteando entre las parejas danzantes. Todo eso terminó.

“Yo te voy a decir lo que mató a los grandes bailes en las uniones vecinales –sentencia un misterioso informante, desde la autoridad que le confieren su voz nocturna y su camisa floreada -. Anotá: fueron las leyes. Demasiadas restricciones. Al no poder ingresar con niños, las familias dejaron de ir con sus hijos. Ahora para poder salir hay que encajarle los pibes a un pariente. Y eso por no hablar del fernet con Coca, que es una invasión de los cordobeses…”.

Picasso no parece nombre de bailanta. Y sin embargo ahí está. Los parroquianos llegan caminando en grupo desde calle Morón para meterse al ritmo. El interior es una especie de Guernica alegre: no hay cubismo, hay cubatas.

Sumidas en su caldo de hormonas primaverales, las parejas perrean con ímpetu adolescente. El periodista interrumpe los perreos con preguntas. Intenta indagar en el sentido existencial del movimiento. Lo rebotan sin piedad.

Carolina Colque bebe despacio y ríe. Tiene el pelo rubio, la mirada andina. Acodada sobre una baranda, relata una historia que se parece a la de muchas otras Carolinas, Johannas, Jennifers y Sheylas.

En la semana trabaja en una clínica, doble turno. Pero los sábados son suyos. Ya pasó los veintilargos y, como todos los fines de semana, sale con su hermanita menor “para cuidarla”.

-O sea que no te interesa conocer a alguien…

-No. Vengo a divertirme. Escucho música y además cuido a mi hermana.

-¿De qué la cuidás?

-Um…de algunos hombres. De los casados, por ejemplo.

-¿Y qué porcentaje de hombres casados hay en la movida tropical?

Carolina suspira. Contempla la pista y redondea:

-Sesenta por ciento.


Dicen que la temporada de las bailantas es el invierno. En verano la gente bebe en las esquinas, o mira estrellas en el Parque. Claro que, cuando hace frío, el ingreso a los salones puede convertirse en un trámite molesto. A más ropa, más revisaciones. Y son varios los boliches tropicales que palpan de armas a los que entran.

Precaución comprensible, ya que -según coinciden algunos patovicas- cuando se arma lío la policía tiende a “olvidar” ciertos llamados.

Sobre todo si estos llamados se producen cerca del horario en que cambian los turnos de las comisarías: ningún efectivo quiere meterse en problemas cuando le queda media hora para irse a casa. “Llamás y llamás, tenés el quilombo en la puerta, pero la cana no viene”, coinciden los encargados.


"¡Es el ochenta! El ochenta por ciento son hombres casados", corrige Juan Carlos de la Fuente, un treintañero que no suelta a su esposa, quien a su vez da una vueltita sin perder la coordinación del baile.

La pista de Seven -sobre calle San Juan- está en llamas. Montadas sobre una tarima, dos señoritas mueven las nalgas de cara a la muchedumbre. No queda claro qué quieren expresar, pero es imposible dudar de su elocuencia.

De la Fuente solo tiene ojos para su mujer. En la semana trabaja en una empresa de construcción de viviendas industrializadas. Pero el sábado, a partir de las diez, el matrimonio deja a los pibes –uno de dieciocho, el otro de cuatro- en casa, y sale a reclamar su pedacito de cielo.

“Porque te voy a decir una cosa –levanta el dedo índice Juan Carlos-: el ser humano que sabe bailar cumbia en la bailanta, sabe bailar cumbia en todos lados, ¿me entendés?”.

Aquí es más fácil hacer preguntas. Sergio Pizarro, el dueño de Seven, sube al escenario con la presteza que le dan sus tres décadas en el universo tropical, corta la música y anuncia que "un periodista" está preparando una nota sobre la disco. Inmediatamente empiezan a llegar invitaciones para comer pizza y tomar fernet. Pizarro reflexiona:

-Mirá. En realidad todos los boliches son tropicales, y el que te diga que no te está mintiendo. Pueden tener cinco pistas, una de rock, otra de reggaetón, otra de internacionales y qué se yo. Pero cuando quieren activar, ponen cumbia.

No lo quieren aceptar pero es así. Lo que pasa es que una parte de la sociedad mendocina es careta y no lo asume. Nadie habla de la necesidad que tienen todos estos pibes de divertirse, en vez de estar dando vueltas en la calle.

Bajo el escenario sigue la acción. Leonardo Silva apenas roza los veinte y es repositor de almacén. Habla desde una ronda que forman primos, amigos y amigas, y subraya que su amor por la cumbia viene “de cuando vivía en un barrio pobre”. Ahora –aclara- se mudó a un lugar céntrico, pero jura que aunque cambie de barrio siempre seguirá “atado a la cumbia”.

-Bueno, podría gustarte la cumbia cheta, también…

-No. La cumbia cheta mezcla dos cosas que no se deberían mezclar.

-¿Por qué?

-O bailás cumbia o sos cheto. Es así. La cumbia cheta es una movida de los grandes empresarios que invitan a las bandas a sus fiestas privadas. ¿Querés tener plata y encima bailar cumbia? Pará...¡la cumbia es nuestra!

Breve colección de apodos escuchados en pistas de bailanta. “Ronco”, “Llavero”, “Mostro”, “Niño-Rata”. La mayoría tiene que ver con la apariencia. Otros se relacionan con la vida íntima, como “Reuma”: “porque le da a todos los viejos”. Hay un tercer grupo, de sorprendente rebusque. Se vincula con el comportamiento dentro del boliche. Por ejemplo “Caballo de Ciruja”: ve una botella y para.

Más allá de esa creatividad sin fin, es difícil encasillar al público bailantero. Está, desde luego, el riesgo de optar por la corrección política, que a veces esconde más de lo que devela. Hace unos meses, en una clase de la UNCuyo, un profesor recordó épocas en que iba a las pachangas para entender quiénes eran esos bailarines.

“Yo llegaba con mis variables sociológicas y preguntaba cosas como ¿te considerás de la clase obrera? ¿Qué compartís con la gente que viene acá? Hasta que un día se acercó un flaco sin muelas y me dijo: ¿sabés lo que compartimos? Que nos ponés a todos juntos y no hacés ni una dentadura”.

La anécdota duele. Por cruel y por real. Ocurre que en la bailanta confluyen los signos de la desigualdad con los de la esperanza. En vibrante claroscuro, los mendocinos explotados son los que más disfrutan de ese espacio ajeno a las lógicas de la mera productividad. Así, el cuerpo baila y olvida los gestos repetitivos de la fábrica o las rutinas diarias de la cocina.

Las carencias quedan suspendidas por un rato, y se celebra el hecho de que incluso en las pistas más sencillas aparece la belleza, quizá el último de los bienes policlasistas que le van quedando a la sociedad.

Secuencia registrada en legendario salón ubicado sobre calle Bandera de Los Andes: A) Prenda femenina vuela hacia el escenario. B) Cantante la ataja con solvencia y la devuelve de taquito. El cantante es Mario Luis, que ha ido hilvanando sus cumbias románticas ante un público que se sabe todos los temas. “Gracias por haber compartido con nosotros esta música que es tan sencilla pero tan bonita”, poetiza el morocho antes del cierre.

Priscila Rosales lo aplaude. Ella es del barrio La Favorita –“La Favo”, corrige -, y ha cruzado la ciudad porque sabe que los príncipes azules no van a domicilio: hay que salir a buscarlos. Cuenta que ha dejado sus hijos “con la abuela”, ha pasado a buscar a su amiga Johanna y se han decidido por asistir al concierto de Mario Luis. Desde luego, Priscila es fan de la cumbia clásica. Y tiene toda una teoría. “Fijate que la cumbia villera no logra establecerse.

Los grupos la pegan y después viene un bajón. Las más nuevas, incluso, vienen a tocar y no pueden cantar toda la noche porque se les acaba el repertorio. En cambio, si traés a una banda como Los Playeros o Los Palmeras, los tipos pueden mantener la fiesta por dos o tres días”.

Aquí la nota se interrumpe porque el periodista necesita ir al baño. Desde el prejuicio pequeñoburgués, se tiende a imaginar que los baños de las bailantas son peores que los de –pongamos por caso- los bares del centro. Y no. Son iguales o mejores. En algunos casos, mucho mejores.

En los cerros también hay meneo. Jorge Guajardo trabaja de lunes a viernes en el Departamento Provincial de Irrigación, por las tardes hace changas de pintura y los fines de semana abre las puertas de La Loma, que –curiosamente- también está cerca de una iglesia, en este caso la del Challao.

Con aire profesional, Jorge informa que uno de los fuertes de las bailantas son los cumpleaños. El resultado es una pista donde bailan madres, sobrinos, primos; más la probable tropa de tíos que llevan la corbata a modo de vincha. “Por eso nosotros regalamos algo para tomar, algo para comer. Aportamos al festejo”, explica el consultado.

No cuesta creerle. Delante de la barra y al ritmo de Gilda se produce el milagro en directo: en los tres minutos que dura “Fuiste”, señoras y jovencitas, bisoños y veteranos se entreveran en una melodía que despierta la memoria muscular de algunas damas y quita lustros a unos cuantos caballeros.

La clave –concluye Guajardo- está en los sábados. “¿Por qué? Porque en general ese día cobra la gente de la construcción. Los viernes la actividad no es tan importante. Muchos obreros laburan el sábado por la mañana y evitan salir porque si no al otro día no se levantan”.

Las cuatro y media. Pronto saldrá el sol y el hechizo quedará atrás. Ahora no importa. Ahora se baila. Y así como es la Mendoza proletaria la que le da vida a las calles durante el día, hay madrugadas, como esta, en que es capaz de generar oasis donde los lunes quedan lejos y el presente es pura ilusión de carnaval.

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