Malditos sean los tibios

Los auténticos culpables de que la vida pueda ser tan cruel son los tibios de corazón. Permiten con su indiferencia que el mal campe a sus anchas.

Mi amiga Gabriela Cañas me mandó hace unos días un vídeo escalofriante que circula por Internet. Una cámara oculta colocada en un ascensor sueco permite observar las reacciones de la gente ante una escena de violencia de género.

Un joven grandullón maltrata verbal y físicamente a una muchacha: la arrincona e insulta con las palabras más soeces, la zarandea, le tira del pelo, grita que la va a matar. La víctima gimotea y pide ayuda. Mientras esto sucede, vamos viendo a diversas personas que comparten el ascensor con ellos. Se ponen de espaldas, no dicen ni palabra, salen corriendo.

Son hombres y mujeres, solos o en parejas. Una señora mayor tiene la desfachatez de protestar diciendo: “Eh, que no están solos, esperen a que me vaya”, como si el único derecho que estuviera conculcando el energúmeno fuera el de fastidiarle su tranquilidad.

Es un vídeo increíble, aterrador. Al fin, una mujer de unos treinta y tantos años se enfrenta al maltratador y le dice: “Si la vuelves a tocar llamo a la policía”. Subieron 53 personas en ese ascensor y sólo reaccionó ella.

Los países nórdicos tienen las tasas de violencia de género más altas de Europa. Suecia, en concreto, duplica el porcentaje de casos que hay en España, por ejemplo.

Algunos pretenden justificar estas cifras elevadísimas diciendo que allí denuncian más, pero no me lo creo en absoluto. En primer lugar, porque estamos hablando de víctimas mortales.

Pero además me parece que influye el nivel de alcoholismo y el hecho de que son los países en donde se está destruyendo de forma más acelerada el sistema machista, y eso siempre crea una herida social y una respuesta feroz por parte del sector más brutal de los varones, de un puñado de psicópatas que se sienten súbitamente desplazados.

Pero no es de la violencia de género de lo que quería hablar, sino de los tibios de corazón, de los indiferentes y de los cobardes. Y me refiero a una cobardía estructural, no al miedo insuperable.

Por ejemplo, yo, que soy verdaderamente una gallina ante los riesgos físicos, sé que me las hubiera apañado en el ascensor para hacer algo. Como estoy segura de que me hubiera amedrentado enfrentarme a ese tiarrón en el encierro de la caja de acero, hubiera esperado hasta llegar al piso y, tras bloquear la puerta para dejarla abierta, hubiera empezado a gritar para pedir ayuda.

Quiero decir que hasta una miedica como yo puede encontrar un modo de actuar.

Pero los cobardes morales ni siquiera se plantean abandonar su zona de ensimismado confort. Estoy convencida de que el porcentaje de individuos de verdad malvados que hay en el mundo es pequeño, quizá muy pequeño, incluso ínfimo.

Los auténticos culpables de que la vida pueda ser tan cruel y de que la Tierra se convierta en un valle de lágrimas son los tibios de corazón, porque esos sí que son legión, esos son muchísimos; esos quizá sean, por desgracia, la mayoría de los seres humanos, y son quienes no se enfrentan a los energúmenos, quienes no protegen a los indefensos, quienes permiten con su callosa indiferencia que el Mal campe a sus anchas.

Son los niños que dejan que un matón torture a un compañero de clase, los padres que prefieren no enterarse, los oficinistas que admiten el acoso a un colega, los vecinos que hacen oídos sordos al ruido de golpes y llantos que se cuela a través de las paredes, o que secundan a un presidente despiadado y se niegan a poner una rampa en el portal que permitiría salir a la calle al vecino en silla de ruedas.

Toda esa gentuza es la peor. Alfredo Llopico, un amigo con quien hablé de esto, me mandó dos citas maravillosas.

Una es del Apocalipsis, en donde Jesús dice: “Conozco tus obras, sé que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras lo uno o lo otro! Por tanto, como no eres frío ni caliente, sino tibio, estoy por vomitarte de mi boca”.

Y la otra es de la Divina Comedia, de Dante, en donde, en el ‘Canto III del Infierno’, encontramos que las almas más despreciables son aquellas “que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio (…) que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí”.

Siempre hemos sabido que los culpables del horror del mundo son los tibios de corazón. Malditos sean.

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