Macri en el camino de Canossa

Enrique IV tuvo que peregrinar y realizar actos de penitencia para obtener el perdón papal. El autor parangona aquel hecho histórico con la realidad argentina.

Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para  Los Andes

En el invierno de 1077, el emperador Enrique IV cruzó los Alpes para encontrar al papa Gregorio VII, encerrado en el castillo de Canossa. Esta vez no iba en son de guerra, como era habitual, sino para implorar el levantamiento de una excomunión que alentaba la infidelidad de sus vasallos y hacía temblar su imperio. La última jornada la hizo a pie, bajo la nieve, descalzo, con el sencillo hábito del peregrino y con cenizas sobre su cabeza. Tres días enteros pasó arrodillado ante la puerta del castillo, hasta que el Papa lo recibió y lo perdonó.

La “humillación de Canossa” ha quedado como un modelo de la relación que los papas querrían tener con los poderes terrenales: la cruz por encima de la espada. Preocupados por las manifestaciones hostiles de Francisco, muchos aconsejan al presidente Macri que recorra el camino del emperador alemán, visite al Papa en Santa Marta, comparta unos mates, escuche sus consejos y se comporte como un hijo obediente. Sería útil que Macri y sus consejeros recordaran cómo siguió aquella historia y cómo se prolonga hasta nuestros días.

En el siglo XI, el papa y el emperador competían por el poder real -estaba en juego quién designaba a los jefes de los señoríos obispales- pero sobre todo por el simbólico, tan importante como aquel. Cinco siglos después, el papa y el emperador importaban poco, la cristiandad se había dividido y florecían las monarquías, en camino al absolutismo. Los reyes, como Felipe II o Luis XIV, reconocieron el origen divino de su poder e impusieron en sus reinos la unidad de la fe, pero sometieron a la Iglesia a su autoridad y patrocinio. Por desafiarlo, los jesuitas fueron expulsados de España y sus colonias.

En el siglo XIX la historia fue distinta. Los papas fueron humillados por Napoleón e ignorados por los Estados, que dejaron de ser confesionales, defendieron la libertad de pensamiento y, sobre todo, la prerrogativa estatal. Con la legislación laica pusieron bajo su jurisdicción la vida civil, desde el registro de los nacimientos hasta la educación.

En 1869, el papa Pío IX lanzó el contraataque: la Iglesia proclamó su intransigencia ante el mundo moderno y el Estado sin Dios. En nombre de la tradición, la Iglesia se propuso recristianizar no solo el poder sino la sociedad, “instaurando a Cristo en todas las cosas”. Desde 1925 la nueva doctrina de Cristo Rey afirmó el reinado efectivo y no simbólico de Cristo en la Tierra.

La Doctrina Social de la Iglesia instó a renegar del individualismo liberal, del socialismo y del capitalismo y organizar la sociedad según el modelo de lo que comenzó a llamarse la Comunidad Organizada; remitía a la vieja doctrina de las corporaciones como partes funcionales de un organismo social ordenado hacia Dios. El modelo tuvo éxito en el siglo XX y tentó inclusive a regímenes que no se sometieron a la autoridad eclesiástica, como los fascismos en sus distintas variantes.

A fines del siglo XIX, cuando construyó su Estado, la Argentina desarrolló una política liberal y laica que arrancó con gran impulso pero se frenó a comienzos del siglo XX. Por ejemplo, a diferencia de Uruguay y Chile, no se concretó la separación de la Iglesia y el Estado. El impulso había encontrado un freno que pronto derivó en un vigoroso impulso en sentido contrario.

Éste provino de un catolicismo renovado y militante, orientado desde Roma, que ganó a las élites y penetró en el resto de la sociedad, como se advirtió en las masivas manifestaciones de fe del Congreso Eucarístico de 1934. En los años de 1930 se integró con el nacionalismo, conquistó las almas en el Ejército y formó un compuesto poderoso que enfrentó a la tradición liberal y arrasó con ella. Su cenit llegó con la dictadura militar de 1943, que restableció la enseñanza religiosa en las escuelas, una decisión que expresó acabadamente la idea de la recristianización de la sociedad.

Esta formulación extrema no sobrevivió al fin de la guerra, pero se readecuó en el peronismo. Perón ciertamente no se sometió a la autoridad eclesiástica, y llegó a enfrentarse con ella. Pero toda su política social invocó siempre la Doctrina Social de la Iglesia, punto de encuentro entre el clericalismo católico y el movimiento popular, del cual el peronismo borró toda traza de socialismo y de liberalismo. La idea de la Comunidad Organizada, con su componente unanimista, formó parte de la utopía peronista.

La Doctrina Social de la Iglesia es hasta hoy la clave dominante para interpretar la conflictividad social y la política, y el clero ha estado siempre listo para intervenir, orientar, mediar y dejar su marca. La otra Argentina, de tradición liberal y laica, que cree en el individuo, su esfuerzo y sus logros, que valora la libertad de pensamiento y el pluralismo, viene desde hace mucho librando combates de retaguardia. 
Macri está lejos de ser un militante del laicismo; de hecho, fue educado en colegios católicos, como muchos de su entorno.

Pero cree en el individuo, la libertad, el derecho a la felicidad y el Estado no confesional. Por su parte el papa Francisco hace un enorme esfuerzo para robustecer el poder moral de la Iglesia, en un mundo donde el catolicismo está en retroceso. Ha asumido muchas causas loables, pero siempre con un discurso anticapitalista y antimoderno que recuerda a Pío IX.

Pero además, sigue siendo el padre Jorge, peronista, con más madera de político de provincia que de pastor curador de almas. Tiene más paciencia que Yrigoyen para anudar relaciones personales, y es eximio en el arte de aprovechar cada coyuntura para arrimar una brasita a su fogón, que no es el mismo que el de la Iglesia local.

Hoy, el padre Jorge confronta con Macri para medir quién tiene mayor peso en los barrios y en el discurso. En San Pedro atiende el juego grande y en Santa Marta, el chico. Allí quiere verlo a Macri jugando bajo sus reglas. Quiere que Macri haga su camino de Canossa. 
Quienes recomiendan a Macri que se amigue con el Papa quizás tengan razón en lo táctico. Pero también deberían pensar en este sentido más general del proceso histórico, cuyos puntos de inflexión rara vez son claros para los protagonistas.

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