Lavorante el boxeador que sonreía demasiado

Tuvo una meteórica carrera. Admirado por el público femenino. Murió luego de agonizar 17 meses.

A los 17 años, cuando Alejandro Lavorante ya media un metro noventa y cuatro y ganaba todas las peleas amateur en Mendoza las que se presentaba, su familia decide irse a Rosario, Santa Fe, para estar cerca de Buenos Aires, ya que allí podía conseguir boxeadores  en Mendoza no se conseguía.

Fue descubierto por un mánager norteamericanos en Venezuela, donde había viajado junto a Pascual Pérez . Con 24 años de edad debutó ante Don Bogany en San Antonio y ganó por nocaut en el tercer asalto. Después vendrían otras tres peleas.

En 1959 caería por puntos ante Roy Harris. El ex pupilo de Diego Corrientes siguió su récord impresionante de nocauts en los dos años siguientes: 13 ganadas por la vía rápida  (entre ellas, una en Los Angeles ante Zora Folley), dos por puntos.

Comenzó a declinar en su rendimiento y tuvo que enfrentarse a boxeadores como Archie Moore, Cassius Clay y con ambos perdió por nocaut. Luego de una pelea con Johnny Riggins, el 21 de septiembre de 1962, Lavorante cayó en estado de inconsciencia.

Después de medio año en un hospital estadounidense lo trajeron al país. Falleció en Mendoza el 1 de abril de 1964. Tenía 27 años de edad.

La noche que fue elegido el mejor del año

La noche del doce de febrero de 1962, la Asociación de Periodistas de Boxeo de Los Ángeles llevaba a cabo la premiación correspondiente al mejor boxeador del año anterior. Uno de los candidatos era Alejandro Lavorante, un argentino nacido en la provincia de Mendoza que contaba con varias temporadas en la liga de los pesos pesados de Estados Unidos.

Lavorante tenía veinticinco años y figuraba tercero en el ranking mundial. Pero por sobre todo, poseía una particularidad que lo destacaba sobre el resto de sus colegas: era un joven hermoso.

Con un metro noventa y cuatro de estatura, Alejandro portaba un rostro que envidiaría cualquier galán de estirpe hollywoodense: sus ojos rectos bajo las cejas medianamente finas terminaban decorados por unas largas pestañas cuyas puntas se deslizaban hacia el cielo con suavidad. La nariz recta y no achatada dividía en dos su cara como un espejo perfecto. Su boca estaba constituida por labios de suave carnosidad: ni finos ni gruesos. Y cuando la abría para sonreír -con la aparición de sus dientes blancos en hilera ordenada- terminaba en un grandioso espectáculo estético. Entonces todas sus facciones parecían ponerse de acuerdo: una maquinaria de belleza en la que cada pieza ocupaba su lugar (...).

A diferencia de la gran mayoría de los boxeadores de entonces, Alejandro no provenía de una familia de clase baja, no había sido un niño de la calle obligado a abrirse paso a los puñetazos, no era rebelde ni ignorante. (...)  Alejandro era correcto: saludaba a sus rivales, antes y después de la pelea. Los ayudaba si se caían. Y jamás pronunciaba declaraciones escandalosas en las previas a los combates. Solo era un chico deportista que siempre reía por más que se manejaba en la categoría de los pesados, donde no solo hay que ser rudo: hay que parecerlo. Lavorante sonreía. Para muchos sonreía demasiado.

Desde su llegada a los Estados Unidos, a fines de 1959, había ganado diecinueve de sus veintiuna peleas en un cortísimo lapso: menos de dos años.

En aquella noche de la premiación Lavorante potenciaba sus atributos físicos vestido de manera impecable para la ocasión: saco negro, camisa blanca, pantalón negro; todo delicadamente adherido a su figura atlética. Una corbata delgada y oscura hacía el resto.

Se sentó en una de las mesas junto con su mánager Paul "Pinky" George, el hombre que lo había descubierto dos años atrás y el artífice de su rápida carrera hacia el éxito. Pinky tenía cuarenta y ocho años y se refería a Lavorante como "Mi escalera al cielo": un poco a modo de metáfora a la hora de explicar que con el boxeador llegaría a lo máximo del boxeo mundial; y un poco tal vez porque el representante apenas superaba el metro sesenta de estatura (...).

(...) Para que Lavorante llegara a estar entre los mejores púgiles de 1961 en Estados Unidos tuvieron que ver su gran récord de  peleas ganadas; pero por sobre todo el resonante triunfo que alcanzó contra Zora Folley -tercero en el ranking mundial en ese momento- el once de mayo de 1961. El argentino llegó a ese combate en calidad de "paquete", que es como se denomina a los boxeadores que son puestos en el camino otros favoritos para que pierdan y así potenciar la carrera del ganador. Pero increíblemente, en aquella pelea, Lavorante venció a Folley por KO. A partir de esa victoria inesperada, su nombre comenzó a sonar con fuerza en los medios de prensa. Periodistas aseguran que ese combate había sido arreglado para que Lavorante lo perdiera; para que se dejara ganar. Pero fue Pinky George, su manager, quien traicionó el trato apenas horas antes de la pelea. Y le dijo a su pupilo: "Si puedes ganar, hazlo" (...)

(...) Poco antes de la medianoche, el animador de la velada pisó el escenario. En una de sus manos llevaba los sobres en los que figuraban los nombres de los ganadores en las distintas categorías (...).  Cuando llegó el turno que esperaban, el locutor lo exclamó: "¡Y el boxeador más destacado de 1961 en la categoría de los pesados, es…! ¡Alejandro Lavorante!".

El argentino se incorporó y caminó con elegancia desde su mesa hasta el escenario.  (...)

En un momento, cerró sus ojos y se dejó llevar por un paseo mental que duró algunos segundos. Por su cabeza desfilaban momentos de su vida con extrema rapidez: su casa en Godoy Cruz, su infancia Mendoza, su madre, su padre, sus primeras peleas, la estadía en los Granaderos a Caballo en Buenos Aires cuando hizo el servicio militar, su viaje a Venezuela, el encuentro con Jack Dempsey, el dedo pulgar hacia arriba de Fidel Castro cuando el comandante cubano lo miró fijamente después de una pelea, el encuentro con el enviado de Frank Sinatra cuando le pidieron que se dedicara a la actuación, sus mujeres, la ciudad de Los Ángeles, sus brazos levantados ante cada victoria y el sonido de la ovación del público (...)

Alejandro bajó del escenario y recorrió el camino hasta su mesa más feliz que cuando se había ido ir a recibir su premio. Se sentó al lado de su manager, quien le pidió prestada la plaqueta para examinarla, para tocarla.

Ya era la madrugada del trece de febrero de 1962. En los próximos meses se venían más peleas para llegar a combatir por el título del mundo de los pesados: 1962 iba a ser un gran año; mejor que el inmejorable 1961.

- Vamos a ser campeones del mundo - le dijo Pinky al oído, con el premio en sus manos.

- Creo que sí - le respondió Lavorante.

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