Las humanidades y lo humano

La fragilidad humana y la vida buena

Cuando el Principito de Saint-Exupèry se encontró en el desierto con una flor, le preguntó por los hombres: “¿Los hombres? (...) nunca se sabe dónde encontrarlos. El viento los mueve. No tienen raíces. Eso les fastidia mucho”.

La cita anterior ilustra, a mi modo de ver, la frágil naturaleza humana. El ser humano, a diferencia del león, del perro o de cualquier otro animal, no viene preparado con garras, alas o aguijones que lo defiendan de un medio hostil. Es un ser indefenso. Pero a pesar de su indefensión posee otras cualidades que le son exclusivas: la inteligencia, la libertad, la capacidad de amar, la memoria.

Por estos dones tan preciados, a pesar de ser inerme de nacimiento, ha descubierto propiedades en las cosas (la ciencia) y ha fabricado elementos para relacionarse con el medio (la técnica). Así, en cierto sentido, ha “dominado” la naturaleza. En algún momento de la historia (fundamentalmente a partir el siglo XIX) las personas creyeron que con esto la vida humana estaría resuelta de modo integral.

Pero aunque la técnica y las ciencias físico-químicas trajeron soluciones a muchos problemas, la vida aún resultaba esencialmente dificultosa. ¿Por qué? Porque la vida de las personas no se agota sólo en lo físico-biológico, al contrario de la de los otros animales. Junto al mero hecho de vivir, los seres humanos buscan comprender cómo deben vivir: las necesidades primarias no abarcan toda la complejidad humana.

Como no podemos vivir sin ocio, hemos creado las artes y el juego. Como no vivimos únicamente de innovación, necesitamos una historia y tradiciones. Nos interrogamos sobre qué es el bien y qué es el mal; qué es la “vida” y qué es la muerte. Estas cuestiones constituyen un ámbito particular de la vida humana en sociedad: el ámbito de la cultura.

Es justamente en este ámbito de “lo cultural” y de las instituciones políticas, mediado por la familia, donde las personas deberíamos encontrar la primera respuesta a cómo debemos vivir. Este ámbito cultural debería ser, entonces, una orientación y una guía. Para vivir siempre necesitamos orientación. Séneca decía que quien no sabe a dónde va, todos los vientos le son contrarios.

La cultura y las instituciones deberían ser un “desde donde”, es decir, la primera respuesta orientadora y la guía sobre cómo vivir. Deberían ser, pues, aquella raíz que, según la flor del Principito, nos falta a los hombres. Si no la tenemos, el viento nos mueve.

El estudio de las humanidades

Desde hace por lo menos 2.500 años, en Occidente ha habido un estudio sistemático, preciso y metódico de los fenómenos culturales que antes mencionábamos. En la antigua Grecia se formuló explícitamente, y por primera vez, la pregunta sobre cómo debe vivirse. También fue en Grecia donde el teatro, la poesía y la historia se cultivaron de modo fecundo.

En aquel contexto, Aristóteles vio con claridad que el conocimiento de estas disciplinas se diferencia de otros saberes: para él, por ejemplo, responder a la cuestión de qué es lo bello o cómo debe vivir el hombre, es un saber que se busca por sí mismo, no por la utilidad material que genere.

Lo anterior fue asumido por las universidades medievales, las que con su “Trivium” y “Quadrivium” afirmaron la clasificación de las llamadas “artes liberales”. Se denominaba así a aquellas disciplinas (la música, la aritmética, la lógica, la gramática, entre otras) que no se buscan a causa de sus efectos concretos. Se asumía que cultivar estos saberes plenifica al hombre libre, lo humaniza y le da elementos para vivir bien.

Aquí deben aclararse dos cosas. En primer lugar, que las humanidades no se busquen en razón de los efectos materiales, no implica necesariamente que “no sirvan para nada”. Conocer la complejidad; poder introducir matices; ampliar el propio horizonte cultural mediante la historia y la literatura; poder ponerles palabras a los hechos que nos rodean suele reportar bienes individuales y colectivos a mediano y largo plazos, que son difícilmente cuantificables.

En segundo lugar, que las humanidades (quizá en particular la filosofía) aporten elementos de orientación para regirse en el camino de la vida buena, no conlleva tampoco que sus proposiciones se acepten y se comprendan sin más o sean una justificación de un estado de cosas. Es decir, en muchos casos, el papel de la filosofía suele ser, además de orientador, profundamente transformador. Esto lo vivió Sócrates, quien tuvo que beber la cicuta, y Aristóteles, que acabó sus días exiliado en la isla de Eubea.

El problema actual

En la sociedad de hoy, pareciera no haber espacio para lo que antes mencionábamos. Escuchamos a menudo que lo que se debe estudiar e investigar debe tener estrecha relación con el mercado o con el mejoramiento ‘concreto’ (¿querrán decir material?) de la vida de las personas. Las humanidades y la orientación que pretenden brindar no serían, según esta visión, más que un lastre: algo que viene desde antiguo y que ya ha caducado en las modernas sociedades. Hoy la acción y la técnica mandan y es a ellas a las que debe obedecerse.

Además, y esto sería un factor decisivo, las investigaciones en humanidades se han desprestigiado mucho.

Concedemos que las humanidades, en muchos casos, son responsables de su propio desprestigio: por el afán de novedades, por detenerse en fenómenos efímeros, por su pretenciosidad y falta de claridad, por los charlatanes que tristemente abundan. Pero aun así, no pueden descalificarse en bloque.

A pesar de las dificultades, la actual sociedad requiere y genera la investigación en humanidades: una sociedad tecnificada e industrializada se vería fuertemente resentida si no estimara la investigación histórica o literaria. Sería una sociedad condenada a la decadencia por carecer de dos aspectos humanos esenciales: la memoria y la palabra artística. Sería una sociedad de robots.

Por otra parte, es falso que con la consolidación de las ciencias duras tiendan a desaparecer las humanidades o la filosofía. Es a la inversa: cada vez que una disciplina científica se desarrolla surge paralelamente una “filosofía de...”. Por ejemplo, con el auge de los estudios económicos apareció paulatinamente una “filosofía de la economía”. Con el avance de la biología humana comenzaron a debatirse los problemas de bioética.

Ya lo decía Leopoldo Marechal: “Muchos creen que la Torre de Marfil habitada por los intelectuales es algo así como un fumadero de opio en uso excluyente, un garito unipersonal para el juego de ‘solitarios’; y no sospechan ellos que dichas torres, en su aparente inutilidad, están sosteniendo estructuras espirituales que sin ellas no tardarán en venirse abajo”.

Son estas razones las que nos llevan a pensar que siempre las humanidades encontrarán rechazo, pero nunca deberían abandonarse: probablemente también a los monjes que estudiaban el Trivium y el Quadrivium los hayan acusado de ineptos e inservibles en comparación con el inventor de la ballesta, pero creo que si hoy conocemos algo del mundo medieval (incluida la ballesta) es porque existió ese grupo de personas que discutían y escribían sobre “temas inútiles”.

Sabemos desde hace 2.000 años, aunque a veces lo olvidemos, que no sólo de pan vive el hombre.

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