Lamento rural

Jorge Sosa  - Especial para Los Andes

Levantarse todos los días cuando cantan los gallos y el sol todavía no se resuelve, volver a la tarea del esfuerzo y el sudor, recorrer los sembradíos o las plantaciones bichando a los bichos, mirando cómo ha crecido todo en un día, porque ellos saben apreciar la diferencia; y después ponerle el cuerpo al tractor (si lo hubiese), o al azadón, o a la pala, o a la tijera, herir la tierra para que la tierra sangre verde, gastar una porción generosa a la vida y dejar de poner la humanidad sobre los terrones cuando el ocaso empieza a decirle “ya basta”.

Y alegrarse cuando la cosa “pinta”, y desparramar ruegos por surcos, hileras, parcelas cuando el clima se viene hostil. Sufrir cuando la lluvia es poca o es mucha. Alegrarse cuando los frutos están maduros y se acerca el tiempo de la cosecha porque eso le está diciendo que ha cumplido con su familia, con él y con el país, porque él siente que el país es su campito.

Todo un año así, todo un año poniéndole y poniéndole en el campo amigo pero también exigente, para que después, en los mostradores de los comercios de las grandes ciudades los productos cosechados valgan mucho más de lo que le pagan a él cuando alguien se los compra. Pero no un poco más de lo que le pagan a él, decenas de veces más de lo que le pagan.

Debe ser muy ingrato para un campesino, chacarero, labriego, (póngale el nombre que quiera y no se va a equivocar), cuando siente que no valoran su esfuerzo, su sacrificio, que lo que le ha partido el lomo y las manos, vale lo mismo que una injusticia, exactamente lo mismo.

Alguna vez dijeron, dijimos, difundieron, difundimos, que la Argentina era “el granero del mundo”, porque del campo surgía la mayor riqueza, porque era el campo donde se conjugaba el verbo “esperanza”. Pues, el granero del mundo, dejó de cuidar al que cuida los granos.

Hablo del pequeño productor, no de aquellos que merecen el rótulo de empresas agrícolas, esos se salvan porque manejan el debe y el haber. Hablo del laburante humilde que solo recibe de recompensa un almuerzo con los de su familia y los sueños, nada más que sueños, de que todo va a mejorar alguna vez.

El espectáculo de los fruticultores regalando sus productos en la Plaza de Mayo fue poco más que lamentable, como lo fue la cola de los que se enteraron de tal regalo y no dudaron en posponer compromisos de trámites o de trabajo para poder acceder a unas pocas peras y manzanas.

“Cuando será el santo día que la tortilla se vuelva”. A lo mejor, todo comenzaría a cambiar si por un rato, ¿un mes?, cambiáramos los roles, y los productores hicieran de intermediarios, y los intermediarios, los que lucran con el laburo de otros, vayan a ocupar el rol de campesinos, y deban poner sudor y piel y esfuerzo y cansancio, entre los terrones, de sol a sol. A lo mejor todo comenzaría a cambiar.

Porque si no, se va a hacer cada vez más vigente aquella sextilla de Atahualpa cuando escribió:
El trabajo es cosa buena
es lo mejor de la vida,
pero la vida es perdida 
trabajando en campo ajeno,
que unos trabajan de trueno
y es pa'otros la llovida.

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