La vida por cien tajos

Temprano como todas las mañanas, pedalea tranquilo por las calles aún desiertas. Como todas las mañanas, temprano. El ruido del piñón y de su respiración pausada se escuchan nítidos allí, donde pareciera que el tiempo se ha detenido. Todo ese mundo de quietud y tibieza lo acaricia como un aliento blando. Los árboles de los parques, el perfume de las flores y el pasto fresco trasmiten una agradable sensación.

Y quizá fue eso, escucharse a si mismo pedaleando, el sentirse impiadosamente lúcido, sentir el tiempo detenido para siempre, quizá fue eso lo que le impidió advertir a tiempo aquella aparición.

Con el manillar mete el cambio al plato, aprieta fuerte el manubrio, clava las punteras y patea fuerte los pedales tomando el mayor impulso posible. Hasta lo imposible.

Pedal y pedal, pisa y pisa, revienta y revienta. “No hay por que tener miedo” - piensa o se dice entonces para darse coraje – “Tan solo hay que pedalear fuerte, así me alejaré de ellos” - Pero antes que termine de pensarlo, le dan alcance.

Uno le muerde el talón derecho, le clava los colmillos con ferocidad traspasando la zapatilla y la media hasta provocarle una profunda herida. Casi en el mismo instante el otro arremete contra el talón izquierdo. Desaforados, a todo dar, como dos máquinas sincronizadas.

Logra zafar y continúa pedaleando en un intento desesperado por sacárselos de encima. El pecho es un fuelle ruidoso a punto de estallar.

Respira con dificultad. Los ojos no ven otra cosa que ese trozo de camino gris deshilachándose hacia atrás. El camino que lo salvará definitivamente del desastre. Pero la calle termina bruscamente en un zanjón. Trata de bajarse de la bicicleta. No puede. Los bóxer lo acorralan y lo tiran al piso. “Tranquilo”, intenta convencerse mientras se revuelca por el suelo. Se revuelca impunemente.

Durante minutos que parecen interminables, en medio de la confusión y el caos, las bestias se encarnizan con él. Se le vienen al cuello, intenta poner los antebrazos como escudo, pero los animales se cuelgan de ellos. (La palabra “cuelgan” se introduce descuidadamente en el relato, mientras el autor anda distraído por ahí).

El tiempo también ha trastabillado precipitándose en un mar de burbujas. Todo tan inconvenientemente absurdo, que parece estúpido. Estúpido y equívoco, un lugar que no le pertenece. Ha sido una mala idea salir a vagar en bicicleta.

Pero todavía mantiene una pizca de conciencia. Cada uno tiene la valentía y la cobardía donde puede. “Ponte de pié de un salto - se dice a sí mismo - y prepárate para lo que viene a continuación”. “¡Vengan todos con garrotes!” –grita para adentro, grita sin gritar.

Pero no es así como van las cosas. Ningún vecino se asoma, nadie intenta socorrerlo. Desamparado, solo, con la pesadumbre extrema de un hombre cuyo cuerpo es un espacio opaco.

Ahora yace en el piso, desvanecido, la cabeza en blanco. La vida por cien tajos. Perdida su alegría mañanera, perdida su pedaleada bordeando las acequias, la fuente de la plaza, la juntada con sus amigos ciclistas, la arremetida hacia la cuesta de los cerrillos.

Es una mañana espléndida con un cielo brillante. La caricia del sol es más suave que la nada.

Un pájaro amarillo de pecho rojo atraviesa el cielo.

¿Él lo ve?

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