La pescadería Polito y la cultura

La pescadería Polito y la cultura
La pescadería Polito y la cultura

Hace algunos años me tocó dirigir el suplemento Cultural del ex diario Mendoza. Las tapas, verdaderas obras de arte, las confeccionaba Ricardo Embrioni.

El contenido estaba a cargo de escritores y artistas locales invitados. Algunos eran muy nuevitos. Todavía lucían esa lámina de plástico fino con que vienen cubiertos los autos 0 kilómetro.

Ahí debutaron con sus plumas periodísticas Gregorio Torcetta, acaso el actual poeta mayor de Mendoza, y Raúl Silanes, luego devenido novelista (ya era un buen poeta) en la actualidad, uno de los escritores más premiados de la Argentina y muchos más.

Salieron trabajos de valiosas plumas como Américo Calí, Ricardo Tudela, en fin, de los consagrados. Rondando como un abejorro distraído, siempre en órbita en torno del suplemento, volaba Mario Padín, poeta de breve pero valiosísima obra.

Merece uno de esos libros de promoción que lanza Ediciones Culturales pero todavía no lo han convocado. Me refiero a las 20 últimas gestiones de gobierno. Mario y el suplemento donde fueron publicados sus excelentes trabajos “Abuelo tipógrafo”, “Los árboles de mi ciudad” y un poema en forma de letanía acerca del asesinato de Carlos Washington Lencinas.

La historia de un hombre joven que no eludió su destino trágico. Viajó al encuentro de un complot contra su vida, en conocimiento de la traición gestada.

En uno de los cafés bohemios de aquellos días, el “Gargantúa” del “Negro” Julio Castillo, ante un público de artistas amigos, mesas alegres y plenas en discusiones, formuló Mario un anuncio: “He descubierto un lugar donde hacen cola para conseguir un ejemplar del Suplemento Cultural que dirige el amigo Atienza.

Es en el Mercado Central. Ustedes me dirán que no es un sitio donde anide la cultura y sí los osobucos, sardos, picados finos y legumbres. Sin embargo las cosas son como se las voy a contar (y ahí Padín impuso un toque de suspenso. Se quedó callado, pensativo y todos a la espera del desenlace de tan extraña historia).

“Los intelectuales -señaló Padín- entre ellos muchos conocidos, la gente de la UNCuyo, de la SADE, de la Sociedad Mendocina de Escritores, de los grupos Icthios y Numen, las poetisas y declamadoras, los aguafuertistas y escultores, en fin, forman una larga fila y al llegar al punto de expendio de la enorme pescadería Polito, compran un kilo de filé de merluza.

Ocurre que don Polito ha descubierto que el tamaño del Suplemento Cultural (tabloide) es el justo para envolver los 1.000 gramos de ese rico pescado. Los compradores reciben el envoltorio, lo abren, tiran el contenido en uno de esos tambores para basura, se calzan las gafas y se van caminando lentos, enfrascados en la lectura de los temas del suplemento”.

Una de sus finas ironías. Una burla graciosa y que no causaba enojo. Similares enfoques brindaba Fernando Lorenzo, poseedor de logrados títulos (narrador, poeta, dramaturgo, actor, profesor de Literatura, gran amigo).

Llegaron al KM 0 una caravana de camiones que depositaron sus cargas en medio de la calle San Martín, a lo largo de una cuadra. Se formaron entonces montañas de zapallitos, acelgas, papas y tomates.

Muchas señoras llenaban sus carteras con los productos de esa feria gratuita. Era una medida de protesta de los chacareros por el consabido manoseo de los precios que efectúan los intermediarios especuladores, esos que no trabajan la tierra.

Desde una vereda Fernando Lorenzo contemplaba la inusual exposición y le surgió un razonamiento: “¿Se imaginan una protesta similar en Buenos Aires? En torno al obelisco veríamos montañas de pizzas, de medialunas, de bifes de chorizo...”.

Fernando y Mario conocían más que nadie en Mendoza las obras y vidas de los grandes poetas. Una charla, con un solo oyente, en un boliche en el que Fernando desplegara las imágenes de los vates románticos, valía tanto para el receptor como un ensayo impreso de alto nivel.

Mario aún persiste en brindar, a quien le pide, una clase magistral sobre un autor determinado. Relata por ejemplo el nacimiento de “Piedra Infinita” de Jorge Enrique Ramponi, un poema de largo aliento que sigue sorprendiendo a quien lo lee. De enorme repercusión, en su momento.

“Estaba sentado -recuerda- con el amigo Ramponi en su patio y de pronto tomó una piedra que estaba sobre la mesa. A su mujer, Rosa Stiilerman, artista plástica, le gustaban las rocas. Tenía al peñasco en su mano. Lo miraba en silencio y de pronto dijo: “Piedra es piedra: aleación de soledad, espacio y tiempo. Ya magnitud, inmemorial olvido”.

Y así como la Cultura puede brillar en una pescadería, lo comprobó Mario Padín, el mal, esa entidad que persigue y posee al hombre desde su nacimiento (Abel y Caín) que se apoderó, corporizado, de parte de la literatura: “Moby Dick” donde por primera vez el mal, siempre vestido de negro, tenebroso, aparece de un color blanco refulgente a la luz del sol: la ballena simboliza al mal.

Atenuado, ese defecto o pésima condición humana, entraba en las mesas de artistas de los bares de calle San Martín. Se sabía que si le mencionaban a Fernando Lorenzo un nombre de poeta, Arthur Rimbaud, por ejemplo, en el acto, deslumbrante ejercicio de memoria, llegaba a la mesa en alas de sus palabras, el autor de “Una temporada en el infierno” se sentaba entre los muchachos, con ese rostro y ese rictus de sus labios, parecidos a los de nuestro gran poeta Julio Quintanilla.

Todos se disponían a escuchar a Fernando. Eran momentos únicos, que no podían ser desdeñados. Pero el mal, sin efusión de sangre, sin muerte ni terror. No un mal “bueno” (algo imposible) pero sí un “malcito” surgía en esa mesa de convocados recuerdos.

La identidad de los villanos, que ejercían su ruindad (leve ruindad) en medio del emocionado y emocionante discurso de Fernando, se ha perdido en el tiempo. Surgen dos nombres, como algo seguro y luego son desplazados por otros.

Y llegan más. Al parecer todos formaban parte de una logia, una epitelial asociación ilícita. Desde lejos, hoy, se advierte que los conjurados fueron (fuimos) muchos.

En esos días, gran novedad, surgieron unos canutillos plásticos para beber que en el medio tenían un pequeño fuelle. Podían ser doblados sin cortar el flujo del líquido. Los participantes de esos mágicos momentos poéticos degustaban whisky importado servido en anchos vasos, casi tanques australianos de cristal.

Unidas con paciencia esas “pajitas” con doblez formaban un largo tendido de rectas y curvas. Un extremo ingresaba en el vaso del orador y el otro pasaba de boca en boca. Lentamente bajaba el nivel de la añeja bebida.

Cuando terminaba la alocución y surgían las preguntas, Fernando, sediento de tanto hablar, levantaba su vaso curiosamente muy liviano y con sólo unos desvaídos cubitos de hielo en el fondo. Lo miraba y pensaba por un par de segundos. Luego hacía un paneo visual sobre los muchachos.

Todos comentaban parte de lo expresado por Fernando. Aún libando de modo irregular no dejaron de atender la pasión de Rimbaud, según Fernando.

Ese engendro, nacido para el despojo, fue llamado “whiskyducto” y las crónicas orales de época dan cuenta de una gran cantidad de víctimas, aparte de Fernando. Se apagó el fulgor de esa invención cuando comenzó a ser usada para birlar gaseosas.

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