La guerra y el amor

Acaba de declararse una hambruna en Sudán del Sur. La gente está muriendo por falta de comida. Un periodista mendocino cuenta en un libro su experiencia en la frontera de aquel país africano. Aquí un adelanto exclusivo de “Pregunta de los elefantes”.

Cargaban bolsas de quince o veinte kilos. Iban con arroz, con ropa, con una foto de casamiento o de cumpleaños en el bolsillo. Iban con niños, con animales. A principios de aquel 2014, la caravana de los que huían de la guerra civil en Sudán del Sur se extendía a ambos lados del puente oxidado que marca la frontera con Uganda. Helena Yob fue una entre millones que tuvieron que dejarlo todo: estaba trabajando en las afueras de su aldea y entonces “llegó la guerra”. Lo relataba así, como si se tratara de un fenómeno meteorológico.

Llegó la guerra.

Agachada para que los tiros no le perforaran la cabeza, alcanzó a levantar por el brazo a su nietito de un año y llamar a dos de sus hijas adolescentes.

—Salí corriendo. Solo pude agarrar a este bebé, las nenas y la ropa que tengo puesta—me contaba Helena. A meses de aquel susto, todavía estaba descalza.

— ¿Y tu marido?

—Ni idea. En el desorden nos desencontramos. No sé qué fue de él. No sé dónde está. No sé si está vivo.
Sin saber, a pie, la abuela Helena, sus hijas y el bebé anduvieron los doscientos kilómetros que median entre las ciudades de Bor y Juba. Sudán del Sur es uno de los países con menos carreteras del mundo. Fueron cinco días por senderos de horror, metiéndose entre las matas cada vez que escuchaban o veían un vehículo militar.

— ¿Y qué comieron en esos cinco días?

—Nada. Cuando una escapa de la guerra se olvida de comer. Me ocupé del hambre recién acá, en el campo de refugiados. Cuando escapás te quedan dos pensamientos: que no te maten y conseguir agua. Si hay algo que tomar y no te han disparado, caminás.

En la huida los ríos eran una trampa. En sus orillas se podía beber hasta llenar la panza, pero por eso mismo había soldados al acecho.

Las tropas sabían que, tarde o temprano, alguien de la tribu enemiga pasaría por ahí si quería sobrevivir. Nadie subsiste sin agua.

De todos modos las mujeres y el bebé llegaron a Juba, la capital sursudanesa. Un conocido aceptó llevarlos al borde con Uganda. Ocho kilómetros detrás del límite se toparon con Nyumanzi, un campo de refugiados de Naciones Unidas.

—Ahora necesitamos educarnos. Yo también necesito educarme, aprender todo de nuevo—repetía Helena, y me hacía un gesto indescifrable.

Había ingresado a Nyumanzi en enero, pero ya había levantado una casita de barro y había sembrado maíz. No era la primera vez que vivía como refugiada. Le había tocado estar en Etiopía un par de años, en alguna de las incontables guerras de las que nadie más que los africanos se enteran. Ahí había aprendido un poco de inglés. Recuerdo que cuando charlamos era temporada de lluvias y se le inundaba el rancho. Ella le restaba importancia. Chapoteaba. Antes de decir adiós me pidió el número de teléfono.

Una semana después, cuando yo ya estaba lejos, Helena me llamó. Quería saber cómo estaba, desearme buen viaje y mandarme un beso.

El veinte de febrero de este año me acordé de Helena. Un grupo de organizaciones humanitarias –entre ellas, Naciones Unidas- comunicó que se ha desatado la hambruna en Mayendit y Leer, dos localidades sursudanesas. Literalmente, cien mil personas enfrentan la posibilidad de morir de hambre. Y las perspectivas son pésimas.

Los informes destacan que 5.5 millones de seres humanos –incluyendo un millón de niños- podrían correr la misma suerte en caso de que no se haga algo antes de la temporada de lluvias, que comienza en abril. A partir de ese mes los caminos se llenarán de barro, y medio país quedará aislado.

En realidad el tránsito ya está interrumpido, pero por otras razones. Sudán del sur es una ensalada de grupos étnicos en pugna; y el núcleo de la guerra es la hostilidad entre dos tribus enormes. Los nuer se resistieron siempre a las invasiones árabes. Luego aguantaron hasta que los británicos les bombardearon el ganado con aviones para obligarlos a negociar.

Sus rivales también son duros. Los dinka constituyen la etnia más numerosa de la zona. Igual que en otros pueblos, su paso a la adultez está marcado por cortes en la cara y la extracción de varios dientes, junto con el entrenamiento diario en el uso de la lanza. Como los nuer, son de tradición guerrera, y se encuentran entre la gente más alta y morena del mundo.

Para dinkas y nuer existe un fantasma, el del hambre, que aquí es antiguo como la presencia de los hombres. Los mayores cuentan que hubo una época en que el estómago de las personas vivía aparte, en los bosques. Era un ser independiente, pero no la pasaba bien. Sufría mucho.

Un día, un humano se encontró con el estómago y sintió pena por él. Lo quiso cobijar poniéndolo en su lugar actual, para que pudiera alimentarse hasta recuperar fuerzas. Pero al estómago le encantó su nueva casa. No se quiso ir más, se volvió insaciable. Por eso siempre anda rezongando, panza adentro, imponiendo una sensación de apetito voraz.

***

(…) Cerca del borde entre Sudán del Sur y Uganda, Médicos sin Fronteras (MSF) había instalado un centro de salud con treinta y tres camas. Escuché el llanto de dos bebés recién nacidos.

“Son mellizos; de un parto prematuro que tuvo una refugiada”, me contó Ángela, una de las enfermeras. La madre dormía, agotada. Al costado del lecho había una caja de cartón con una manta encima. De ahí salía el llanto. Corrí la manta con cuidado, me asomé y vi que adentro estaban las dos criaturas. Se agitaban; eran diminutas y arrugadas.

“No hay incubadora –se excusó Ángela-. Tuvimos que improvisar con esta caja. Pusimos esponjas mojadas con agua en el fondo. Sobre eso, una capa de algodón, ¡A lo mejor funciona!”.

***

(…) Las tardes se me fueron de un lado al otro de la frontera, intentando averiguar qué estaba ocurriendo en el frente. Bajo un alero de nylon conocí a Atang, una entre las innumerables pibas que han quedado solas. Venía llegando a Uganda por el puente de hierro. No tenía nada, salvo un vestido estampado en animal print y su nombre, que significa “batalla”.

—Cuando nací era una época de muchas peleas, por eso me pusieron así—contaba ella. De eso habían pasado quince años.

Atang era de Bor. “¿Conocés?”, me preguntó, y sonrió a medias al describirme su ciudad, como ensamblando a tientas los pedazos de su infancia destruida. Era espigada y hermosa. La oí cantar cuando se sentaba a esperar el transporte que la iba a llevar al asentamiento de la ONU. Al despedirnos me susurró al oído: “I love you. Take me to America”.

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