La escuela que hizo Magisterio

Tímida y con doce años aún sin cumplir, acompañada por mi madre, llegué en la mañana de un lejano noviembre al viejo edificio de la calle Rivadavia 190, en la intersección con avenida España. En la puerta, un cartel en bronce, con el escudo de la Universidad Nacional de Cuyo, exhibía en letras mayúsculas muy lustradas, el nombre que la identificaba: “Escuela Superior del Magisterio”.

En el patio, centenares de niños, casi adolescentes, esperábamos ansiosos, con una extraña mezcla de miedo y de curiosidad, el momento de ser llamados a rendir el obligatorio examen de ingreso.  Entonces, dimos cuenta de nuestros conocimientos en lengua española, en aritmética y en geometría, ante profesores a los que no conocíamos ni nos conocían, de modo de garantizar la mayor objetividad.

Cinco divisiones de primer año conformaron la cohorte que, seis años después, con doble titulación, egresaría con orgullo y permitiría a sus integrantes exhibir el doble título de “maestros normales superiores y bachilleres”.

¿Qué significó egresar de aquella Escuela del Magisterio que, en este mes de marzo, cumple setenta años en la vida educacional mendocina?

En primer lugar, significó abrir la mente de cada uno de los adolescentes, que tuvimos la suerte de transitar por sus aulas, al rigor del estudio, tanto de las asignaturas humanísticas como de las materias del mundo de las ciencias exactas; exigencia, puntualidad, disciplina, exactitud en cada hora de clase, responsabilidad en valores fueron parte de la formación perenne inculcada por personal altamente idóneo para ese fin, muchos de ellos profesionales en las distintas facultades de nuestra Universidad de Cuyo.

Todo ello se combinaba con la habilidad y sabiduría de los profesores que sabían estimular la curiosidad, el buen gusto, el sentido estético, la apertura al mundo cultural, a la historia, a las artes plásticas, a la música, a las lenguas clásicas y a todas las materias que conformaban el rico y diverso diseño curricular.

Se nos brindaban, además, los fundamentos pedagógicos y didácticos, cimientos de toda carrera docente. Por otro lado, se nos permitía el sano disenso, se nos enseñaba a opinar con fundamentos, se nos educaba para la tolerancia y la comprensión, en el respeto por la diversidad.

Si había que efectuar una búsqueda bibliográfica, ahí estaba la biblioteca, actualizada, guiada por personal capacitado y amable; si existía algún problema familiar o social, entonces prestaba funciones su gabinete psicopedagógico, para proporcionar apoyo y ayuda puntual que permitieran salir adelante…

Enamorados de nuestra Escuela, no vacilábamos en tener que quedarnos un año más, mientras nos preparábamos para ser maestros, aprendiendo que la docencia es un juego permanente de “dar” para “recibir”, en una retroalimentación constante y enriquecedora que definía un perfil en el medio mendocino.

Hubo en la Escuela figuras inolvidables, que fueron jalonando etapas de crecimiento y gloria: nombrar a algunas de ellas sería caer en la injusticia de callar u olvidar los nombres de otras que también contribuyeron a que este establecimiento hiciera magisterio.

Todos sus profesores, todos los miembros de su personal engrandecieron y honraron a la institución, que dio al medio provincial y nacional y también al mundo, hombres y mujeres de bien, algunos muy destacados en la docencia, en la investigación, en la política, en la música, en la plástica, en las ciencias médicas, a partir de las semillas que germinaron, cultivadas con responsabilidad y con amor.

Una mención especial merece la formación extracurricular que se recibía en la Escuela, formación que revestía carácter obligatorio y que ostentaba el nombre de “actividades coprogramáticas”.

Estas se cursaban por las mañanas de cada sábado y, entonces, el edificio se engalanaba con labores, con obras de arte, con juegos de ajedrez, con muestras fotográficas, o se llenaba del bullicio de las actividades deportivas y bailaba al ritmo de las danzas del “club de folclore”.

Capítulo aparte merece el Coro Femenino, creado en el año 1962, que, a lo largo de casi cincuenta y cinco años de vida, permitió a cientos de jovencitas conocer la belleza del canto coral y el beneficio de subordinar el talento individual al brillo colectivo. De allí, salieron voces formadas que han recorrido y, frecuentemente, triunfado en distintos escenarios del mundo.

Otro tanto ocurrió con la revista de la Escuela, el inolvidable “Mangrullo”, en la cual hicieron sus primeras armas algunos periodistas que hoy se desempeñan en nuestro medio.

Setenta años en la vida de una persona son muchos; en la historia de una institución, en cambio, marcan una trayectoria pujante, en continuo crecimiento, con la esperanza todavía apostada al futuro. Setenta años trajeron aparejados muchos cambios, de la mano de la necesaria adaptación a realidades sociales e históricas diferentes. Pero siempre primó el lema universitario “In spiritus remigio vita” (“La vida, en el vuelo del espíritu”).

Gracias, pues, a esta Escuela, la del Magisterio, porque hizo verdadero magisterio a lo largo de sus jóvenes primeros setenta años.
Gracias a sus fundadores, a sus docentes, a su personal todo, por realizar los sueños del visionario Eliseo Castro que, en la Marcha de la Escuela, musicalizada por el maestro Eduardo Grau, aunque hoy caída en un inexplicable olvido, supo delinear su destino: "Abiertas hacia el futuro /, en busca del cielo azul, / alzan su vuelo, serenas, / las alas de la juventud/. […] Tras de la honrosa jornada, / vivida por un ideal, / alcemos nuestras banderas, /en marcha por rumbos de paz/. Cantemos al aula madre /y al numen que se dio triunfal, / dejemos los corazones/ que ardan como en un altar".

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