La corrupción empieza por casa, su solución también

Percepción distorsionada

Hace unas semanas tuve la oportunidad de asistir a una conferencia de Claudio X. González y M. Amparo Casar, responsables de Mexicanos contra la Corrupción, una asociación civil que promueve iniciativas de lucha contra ese mal que afecta profundamente tanto a México como a muchos otros países. Parten de dos convicciones fundamentales:

1. El combate a la corrupción no puede ser una línea de acción promovida sólo desde el Estado.

2. La corrupción excede los límites del sistema político, constituye un entramado de prácticas que se encuentran en todo el cuerpo social.

El acierto de estos presupuestos ha sido confirmado en la última iniciativa que han impulsado: la ley que establece un sistema de declaraciones juradas (patrimonial, de intereses, fiscal) para funcionarios y cargos políticos en ejercicio. Obtuvo un amplísimo apoyo en la ciudadanía, las instituciones y la opinión pública, pero chocó contra el rechazo corporativo de los poderes Legislativo y Ejecutivo de la Federación.

Casar explicó que los estudios sobre percepción de la corrupción mostraron lo que se conoce como disonancia cognitiva: “Tensión o disarmonía interna del sistema de ideas, creencias y emociones que percibe una persona al mantener al mismo tiempo dos pensamientos que están en conflicto, o por un comportamiento que entra en conflicto con sus creencias” (definición tomada de Wikipedia).

¿En qué consistía esta disonancia cognitiva? Los entrevistados coincidían en la idea de la generalización de prácticas corruptas pero excluían de ellas a su entorno familiar, vecinal y laboral. En el caso de la familia sólo un 4% reconocía incurrir en estas prácticas muy frecuentemente, un 13% de modo frecuente, un 33% raramente y un 43% decía no haberlo hecho nunca. La culpa de la corrupción siempre es del otro.

Al calor del hogar

Me preguntaba qué tipo de hábitos familiares pueden estar ayudando a la corrupción: ¿cómo puede despuntar en un ámbito aparentemente inocente como es la familia? Pensamos que el espacio del hogar es un recinto sagrado, que contiene todo lo bueno. ¿Esa convicción nos ayuda a mejorarlo?

No hace falta buscar familias mafiosas o de delincuentes, explorar entornos altamente disfuncionales, estragados de violencia, vicio o marginación, ni hogares de corruptos que se terminan convirtiendo en cómplices y testaferros para encontrar su origen.

Las raíces de una mentalidad proclive a la corrupción pueden encontrarse en hábitos muy difundidos que existen en las relaciones entre padres e hijos. ¿Cuáles son, cómo pueden evitarse? Propongo una pequeña lista, que no pretende ser exhaustiva:

1. Apliquemos las reglas que nosotros mismos imponemos. No observar ni hacer observar esas pequeñas leyes, reducirlas a letra muerta, perjudica el respeto genérico a la norma.

2. Sólo ocasionalmente deben agregarse compensaciones o premios al cumplimiento de las obligaciones propias de los hijos. Es importante enseñarles a cumplir con el deber por el bien mismo derivado de la acción. Si los acostumbramos a recibir recompensas adicionales, estamos generando una mentalidad de soborno, criando coimeros.

3. No amenacemos con castigos ni prometamos recompensas que sabemos positivamente que no podremos cumplir. Lo contrario destruye el valor de la palabra dada y de los compromisos contraídos.

4. Los padres debemos presentar unidad de criterio en lo que hace a reglas, criterios de valoración, exigencias, permisos, premios y castigos. No hay peor cosa para entender el valor de las reglas que encontrar diferencias de criterios entre quienes son los encargados de aplicarlas, porque revela las fisuras del sistema normativo.

Leyes ineficaces, prevaricación y soborno, deslealtad a las responsabilidades políticas, empresariales o sociales, observancia irregular de las normas: cualquier semejanza con la corrupción no es en absoluto coincidencia.

Los coimeros, los aprovechados, los ventajistas, los inescrupulosos, los ladrones de guante blanco no nacieron ni fueron criados entre delincuentes, no provienen necesariamente de entornos familiares altamente problemáticos o establecidos sobre relaciones traumáticas.

Vienen de familias iguales o parecidas a las nuestras.

La primera escuela

Pero aquellos criterios -tan sencillos de formular, tan difíciles de seguir- de política familiar (era Chesterton quien hablaba de las familias como “pequeñas repúblicas”) no pueden ponerse en práctica si nuestra conducta como padres no se configura según dos reglas de oro de la educación:

1. Conseguir la unidad entre el decir y el hacer. Enseñar con la palabra, pero sobre todo con el ejemplo. Nada deseduca más que la inconsecuencia de quienes enseñan. Es una tarea sumamente difícil ponernos de acuerdo con nosotros mismos, entre lo que quisiéramos ser y lo que somos. Pero nadie puede dar de lo que no tiene.

2. Observar los principios de conducta apropiados en cada entorno en el que nos movemos. Está muy bien preservar el entorno familiar como algo sagrado, pero no podemos hacerlo en desmedro de otros contextos, es decir, actuar en el espacio público u otros ámbitos institucionales como depredadores, vándalos o desaprensivos. La cultura del cuidado, tan característica de la familia, debe proyectarse a otros espacios de convivencia: que siempre constituyen “lo propio” pero según criterios específicos.

En la Argentina la actual discusión en torno a la corrupción ha permitido conocerla mejor: por ejemplo, la implicación de los empresarios en la trama de venalidad con los funcionarios públicos y dirigentes políticos. Esto está causando honda preocupación en el sector, tan elocuente para señalar los vicios y la incapacidad de la clase política, tan discreto para reconocer su complicidad con ella.

Del mismo modo debemos entender la raíz doméstica de la corrupción. Esto, adicionalmente está mostrando otra cosa. Es muy común señalar la crisis del sistema educativo, su incapacidad para formar personas de bien, ciudadanos responsables, profesionales capacitados.

Lo cierto es que el desprecio de una sociedad por la educación empieza en la familia. Los padres ni siquiera hacemos lo básico como primeros educadores. La familia es (debería ser) el lugar donde se aprende algo fundamental para la vida: la afectividad, el saber querer. Si no aprendemos a respetar las leyes (que es un modo de quererlas) es imposible pretender que éstas nos gobiernen.

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