La Argentina que viene: la conveniencia como valor político

La Argentina que viene:  la conveniencia como valor político
La Argentina que viene: la conveniencia como valor político

El lenguaje actual de la sociología y la filosofía políticas ha desechado la vieja terminología que ubicaba a las palabras “izquierda” y “derecha” con una identificación ideológica determinada.

La explicación de las ideologías a través de una ubicación geométrica o cardinal es ya solo un resabio cultural que, sin embargo, muchos políticos, gremialistas, encuestadores y periodistas de América Latina siguen utilizando al momento de comunicar cualquier hecho político de la historia.

Los términos izquierda y derecha son arbitrariedades del uso común, pensamiento que tendré muy en cuenta al hacer las reflexiones que siguen.

A las dictaduras o regímenes con una tendencia totalizante se llega de dos diferentes formas: a través de métodos más o menos democráticos o a través de una revolución victoriosa que, por lo general, es violenta.

La primera de las formas mencionadas casi siempre se ha dado en débiles democracias. Así llegaron al poder el fascismo y el nazismo en Europa y el peronismo, el chavismo y el kirchnerismo en Suramérica. En la segunda de las formas mencionadas recordamos la guerra civil que instauró el franquismo en España o las revoluciones comunistas en Rusia y Cuba. Para muestra bastan pocos botones.

A este tipo de autocracias no solo se llega desde diferentes formas sino también desde posiciones ideológicas disímiles. Ya dijimos que izquierda y derecha son términos que resultan por lo menos equívocos para entender la historia.

Veremos solo las semejanzas de ideas y de procedimientos: la voluntad de poder absoluto, la supresión de la división de poderes según proponía Montesquieu, la limitación de los derechos individuales y de la libertad de prensa, la concentración estatal de los medios de comunicación, las políticas de promoción social, planes y subsidios para grandes mayorías, el aislamiento económico y cultural, la compra de artistas, el chauvinismo cultural, las gigantografías, el montaje publicitario mostrando las grandezas del sistema, el desprecio y la anatema permanente hacia al adversario político, el control de la economía con reglas arbitrarias, la nacionalización de los medios de producción y servicios, las prebendas para empresarios que adhieren al régimen, el clientelismo político bajo el eslogan de la distribución del ingreso…

Pero nada de todo esto sería posible sin un sistema organizado, sin una minuciosa red de corrupción tapada por propaganda gubernamental que oculta la valoración objetiva de la realidad. Fue el sistema empleado por Hitler: Auschwitz existía y la mayoría del pueblo alemán no lo sabía. La Alemania nazi fue la Alemania que más corrupción tuvo en la historia de ese país.

Mussolini, Franco, Fidel Castro, Stroessner y los Kirchner consiguieron fortunas difíciles de calcular precisamente porque se originaron en hechos de corrupción apañados por jueces y fiscales corruptos, y sobre todo, apañados por un gran sector de la población que, mirando hacia otro lugar, han parecido decir “mientras hagan, no importa que roben”.

La corrupción es un hecho humano. No se da en otras especies animales. Podríamos pensar en los zorros, pero seríamos muy injustos con esos pequeños y astutos caninos que solo intentan procurarse sus alimentos de una manera sagaz. Es la corrupción un hecho humano y por lo tanto está en todo el mundo y en todas las culturas.

Godzilla, el mítico dinosaurio mutante japonés creado por Ishiro Honda, era un monstruo como cualquier otro del cine de ciencia ficción, pero su diferencia estaba en su gigantesco tamaño.

Hago este paralelismo porque es el tamaño de la corrupción lo que termina por importar. Y no hace falta recalar en esquemas ideológicos, morales o religiosos para salvarse de ella, ya que es generalmente bajo estos esquemas en donde se han cobijado los hechos más aberrantes y corruptos de la historia.

Basta con mencionar algunos: Moisés, para preservar el monoteísmo, mató a más de dos mil judíos que adoraban la estatua de un ternero; Grecia privó a la humanidad de tener más tiempo con ella a Sócrates por considerar que corrompía a la juventud; la Inquisición se llevó a cientos de miles de seres para salvar sus almas; el papa Pío V, en nombre de Cristo, con armadura, hacha y escudo, se puso al frente de la Liga Santa para matar moros; la Revolución Francesa al grito de ¡libertad, igualdad y fraternidad!, puso bajo la guillotina a diez mil seres humanos; la Unión Soviética, en nombre de un paraíso terrenal, mató a más de treinta millones en menos de diez años. La lista es prácticamente interminable.

No tengo dudas, las ideologías más prometedoras, las estructuras morales más rígidas, las ideas más utópicas han destruido mucho más de lo que han construido para la humanidad.

¿Y cómo se le dice “no” a la corrupción y a su madriguera, a esas doctrinas utópicas y salvadoras? Habrá que buscar en otros sitios de la inteligencia. Habrá que acudir al valor de la conveniencia tomada ésta en su conjunto funcional, esto es, la conveniencia individual, la social, la de los grupos, la de la nación, la de las instituciones, la de los gremios, la de las mayorías y la de las minorías, la de los ricos y la de los pobres, y en fin, la conveniencia del derecho y de la paz social.

Una ética de las conveniencias en todas las direcciones sin necesidad de establecer pensamientos únicos ni partidos hegemónicos, sin necesidad de esclarecer a nadie con decálogos de moral, sin que haga falta pensar que las naciones tienen un destino o que la nuestra tiene reservado un podio en la historia universal.

La Teoría de Juegos de John von Neumann y su traducción en una Teoría de la Decisión de David Lewis, son ejemplos de una aplicación interdisciplinaria en la toma de decisiones políticas, en las que la conveniencia al servicio de múltiples objetivos ha proporcionado en naciones de origen anglosajón resultados asombrosos.

Si a este concepto le sumáramos el valor de los prejuicios en su acepción más pura, tal como la concibió Edmund Burke, como un estadio suprarracional de comprensión, tendríamos una sociedad más organizada, justa, progresista y pacífica.

Esta suma debe comprender lo mejor de cada uno y de todos, entendiendo lo que es mejor como lo más conveniente.

¿No es acaso la República que iniciaron nuestros próceres de 1853 una receta aún vigente para nuestro país? ¿No rescataremos del conservadurismo argentino, de Roca y de toda la Generación del ’80 el impulso cultural de progreso civil del que aún quedan algunos gloriosos y recuperables escombros? ¿No hay en el socialismo argentino de Juan B. Justo y Palacios una conducta que rescatar como hecho conveniente? ¿No mantendremos viva la llama democrática e institucionalista que nos ha brindado tantas veces la UCR? ¿No es acaso el Perón de 1973 un líder conciliador? ¿No fue su sello más importante el de la justicia social por primera vez en la Argentina? ¿No tenemos nada que aprender del desarrollismo en la figura diferente de Arturo Frondizi?

Solo siete meses nos separan de una nueva etapa en la Argentina y habrá que despojarse de muchos lastres. La pregunta es si el nuevo gobierno, sea el que venga, podrá o no abandonar la mayoría de las prácticas políticas que se consolidaron en los últimos doce años, y en el caso de que lo logre, si podrá hacerlo sin espíritu de revancha, con equilibrio, es decir, de la manera más conveniente.

El kirchnerismo tiene los días contados por el inexorable paso democrático de los períodos electorales. Ojalá que los que vengan dejen en pie lo que se hizo bien, y ojalá que no repitan los mismos vicios.

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