José Scacco: adiós al maestro del paisaje mendocino

El domingo falleció el artista plástico José Scacco a los 87 años. Aquí lo recuerdan amigos y colegas, como la escritora Mercedes Fernández y los artistas Sara Rosales, Laura Rudman, Carlos Ojam y Luis Roberto Scaiola.

Respetuoso, apasionado, original, optimista, americanista: son algunas de las palabras que resuenan frecuentemente cuando se habla del artista plástico José Scacco, que falleció el domingo pasado a los 87 años. Aquí, Estilo buscó en su entorno artístico ventanas que pudieran iluminar un poco más su obra y su persona.

Scacco, que fue docente durante más de 30 años en la Escuela Provincial de Bellas Artes, falleció de un infarto en la mañana del domingo, según informaron familiares.

"Travesía infinita" fue su última muestra, que tuvo lugar el año pasado en la Nave Cultural. Luego de ella, "Pepe" (como lo llamaban sus amigos) no volvería a pintar, aunque su legado ya estaba escrito: ocupa en la historia de la plástica mendocina una página que futuras generaciones se encargarán de leer y releer.

Es que su sensibilidad llevó, según algunas interpretaciones, el paisaje mendocino hasta un nivel superior: el de la metáfora, a la que llegó captando cielos y montañas desde una mirada surrealista y americanista.

Al respecto, el artista Carlos Ojam y Laura Rudman destacaron que este vuelco se dio luego de otra “travesía infinita”: la que lo llevó alguna vez al profundo Machu Pichu (cuando tenía alrededor de 40 años).

“Jamás me iré de Mendoza y en esto soy terminante. La luz de Mendoza es mi pasión y las grandes capitales no me atraen”, sentenció en una entrevista a este diario en 2010.

El trayecto

Nacido en 1930 en Maipú, José Scacco fue uno de los representantes de una rutilante generación, en la que coincidieron también artistas del talle de Antonio Sarelli, Sara Rosales, Alfredo Ceverino y Ángel Gil, entre otros.

Después de algunas incursiones en el dibujo técnico, decidió ingresar a la Escuela Provincial de Bellas Artes, en donde se recibió en 1970.

De esa etapa siempre recordó a profesores como el arquitecto Puig, Laura Picchetto y a Hernán Abal, además de quien fuera su ilustre director, el poeta Jorge Enrique Ramponi. Aquí sería, además, docente por más de 30 años.

En 1978 realizó su primera exposición individual en la galería Zoireff (Mendoza) y en 1982 inició una serie de presentaciones en Buenos Aires. en galerías y espacios institucionales.

Entre algunas de sus exposiciones, son recordadas las de 1991 (en el Museo Emiliano Guiñazú Casa de Fader), la del 2005 (en el Espacio Contemporáneo de Arte) y en 2010 (también en el Museo Emiliano Guiñazú).

El recuerdo de amigos y colegas

Carlos Ojam, artista plástico

Lo recuerdo como a un Maestro, una gran persona, de gran conocimiento técnico y conocimiento humano. Una persona muy espiritual, además.

Fuimos amigos mucho tiempo, pero cuando nos jubilamos tomamos distintos caminos. Él fue profesor mío cuando yo cursaba el sexto año de la carrera en la Escuela de Bellas Artes y luego fuimos colegas cuando ingresé como docente.

Me sirvió mucho de referencia en la docencia, porque era una persona que enseñaba mediante al amor a la carrera, al arte; fue una persona a la que nunca le escuché maltratar a nadie. Un excelente maestro, y eso me sirvió de guía cuando tuve que tomar esa misma escuela.

Su obra es brillante, sumamente espiritual, que transmite mucha paz. Transmite muchas sensaciones, sobre todo esos paisajes tan místicos que lograba. Es que él se nutrió mucho de la observación.

Cuando volvió de Perú, después de visitar Machu Pichu, hubo un cambio muy profundo en su obra, una cuestión muy mística. Él tomó de esa apreciación la espiritualidad de las culturas incaicas. Al principio Scacco era un muy buen paisajista, con un estilo distinto, pero cuando volvió de ese viaje hizo un giro, y transformó su obra, volviéndola más mística y surrealista.

Mercedes Fernández, escritora

Le presenté varias muestras, porque éramos muy amigos y me gustaba mucho su pintura. Fue un maestro, pero además representante de todo un grupo, con Sarelli, Gil, Severino y Rosales. Todo ese grupo salió al mismo tiempo de la Escuela de Bellas Artes. Cada uno tomó su propio rumbo y Scacco se caracterizó por ser un gran, gran, gran colorista, y por dedicarse al paisaje, al que le aplicó una mirada metafísica.

Entonces, para optimizar el concepto de lo que él quería plasmar, era una persona sumamente puntillosa en el trabajo y el manejo de los materiales. Entrar a su taller era realmente una maravilla: además del olor a trementina, había infinidad de herramientas: buriles, puntas, punzones, pinceles de línea fina, brochas, pero además talco, piedritas, arena...

Buscaba la forma de mixturar elementos, porque no se quedaba solo con lo que salía del pomo. Al lograr esas fusiones conseguía que el producto fuera polisémico. Uno estaba un rato frente a sus pinturas, porque descubría constantemente elementos, momentos, espacios de la obra que decían más cosas de las que aparentemente proponían.

Era una persona encantadoramente afable. Parecía un duende en su taller: chiquitito, redondito, siempre amable, siempre con una palabra gentil, un enamorado de la gente.

Va a ser recordado en la plástica provincial porque convirtió nuestras montañas en una metáfora. Él pintaba la montaña y la convertía en una verdadera catedral. Hay una sacralidad en su pintura, una verdadera búsqueda de la sacralidad. Muy latinoamericano también, porque en su pintura hay muchos restos de la memoria olvidada de esta tierra.

Luis Roberto Scaiola, artista plástico

Quisiera recordarlo como un gran profesor, un gran ser humano, muy apegado a la enseñanza que siempre brindó en la Escuela. Ese cariño siempre se lo transmitió a sus alumnos.

Fuimos colegas, yo empecé a trabajar en la escuela cuando él ya se había jubilado, pero fui alumno suyo cuando la escuela tenía la mística de lo que era la Academia. Pude conocerlo como profesor y como colega, digamos, y no había diferencia entre el José profesor y el José colega: él era abierto a todo el mundo. Era auténtico, un apasionado del arte y de la enseñanza, realmente un ser humano fantástico.

Un profesor tiene que brindarle al alumno todo lo que sabe,  y él no se guardaba nada. Todas las posibilidades que él mismo experimentaba en la pintura, cuando se enfrentaba a la tela, también las transmitía a los alumnos.

Cuando la escuela era escuela superior, yo cursé del ‘71 al ‘80. No fue profesor mío puntualmente, pero en los talleres de cursos superiores se daban en un solo salón y quizás había cuatro cursos juntos, con sus profesores. Había una verdadera integración y ahí Pepe no solo daba clases a sus alumnos sino que también daba su opinión a los otros.

Como en la mayoría de los maestros de la escuela mendocina, su preocupación era que el alumno aprendiera el oficio. Toda la experiencia que ellos tenían de manejar la materia para trasladarla a tela, y hacerlo con la mejor calidad posible. Esa era la mística de la Academia: aprender el oficio.

Sara Rosales, artista plástica

A un artista no se lo puede despedir, porque está su obra siempre. Y él fue un apasionado de sus cielos, de su cordillera. Él decía que solo era “abrir los ojos y contemplar la cordillera amada” y se puede constatar en la multiplicidad de cielos, que solo en sus telas están, y en su imaginación. Ahora, como era tan curioso, seguramente se fue para ver el cielo desde otro ángulo.

Nunca se quiso ir de Mendoza. Tuvo oportunidades, como varios aquí las hemos tenido, pero siempre quiso quedarse, tanto por su familia y porque realmente quería estar acá, amaba esta tierra.

Estudiamos juntos en la Academia de Bellas Artes, con Sarelli, Ceverino y Ángel Gil. Ellos sí después hicieron la escuela docente y yo seguí la gestión cultural. Allí nos conocimos, como alumnos, y vivimos la bohemia y el amor por nuestros profesores, entre los que estaba el propio Jorge Enrique Ramponi, el director de la Academia y Hernán Abal, que fue profesor nuestro.

Pepe siempre fue conversador y amoroso con todo el mundo. Conciliador en todo. Era también un gran optimista; si todos a veces teníamos nuestros días, él no, para él siempre había que vivir hermosamente, porque la vida era bonita.

Su obra es mágica, americanista, porque él amaba todo lo nuestro, y original, una obra totalmente singular. Pero además él fue un gran respetuoso, fue una de las personas a las que jamás escuché hacer una mala crítica de nadie. Él decía que había que encontrar belleza aún donde pareciera que no la había, porque quien estaba trabajando detrás era alguien que se dedicaba al arte.

Laura Rudman, artista plástica

Además de ser una persona entrañable, súper compañero y generoso, algunos tuvimos el privilegio de tenerlo como maestro. Así como él era en los personal también lo era como maestro. Todas sus impresiones las brindaba sin ningún problema. Se sentía orgulloso cuando sus alumnos íbamos aprendiendo cosas, cuando lográbamos nuestros objetivos.

Él se describía a sí mismo como un enamorado de la luz, y yo creo que además de la luz había una traducción de la textura del paisaje propio de acá, bien americano, que le daba ese poder característico a sus obras. Era la luz, sí, pero en contraste con la textura de nuestro suelo. Él traducía en su obra las sensaciones de la luz y las sensaciones del paisaje.

Su imagen es absolutamente reconocible, no se parece a otra, y en sus discípulos creo que ha dejado una semillita de todo eso. Yo, a veces, en mínimas cuestiones, me veo identificada en él, y me da orgullo haber aprendido y encontrarlas en mi pintura.

No de la misma manera en las que él las utilizaba, pero las reconozco: lo onírico de la luz, el color con su propio peso más allá de la forma, creo que he heredado algunas de estas cosas... Así como uno hereda de los papás ciertos gestos, de los maestros también hereda los suyos.

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