Instantáneas de la retirada III: La milonga de la grieta

Los resultados de la elección presidencial parecían hablar por sí mismos: un país partido en dos, por la mitad, en partes simétricas.

Poco importó que en las instancias de balotaje la distinción sea forzosamente binaria y que usualmente se trate de elecciones disputadas, como fenómeno derivado de la polarización (damos por buenos los resultados comunicados). El diario oficialista Página/12 se dio el amargo gusto de titular en primera plana: "Un gobierno, dos países".

Un país dividido, con bordes bien precisos. El campo propio y el campo enemigo, delimitado por trincheras, alambradas y tierra de nadie. El ideal de todo estratega de la guerra clásica. También el de todo revolucionario. Un ideal, una causa que corta a la sociedad por el medio. Una Corea comunista y otra capitalista. Una España roja, otra azul.

El arquetipo de la sociedad dividida es la guerra civil, declarada o latente. Dos almas en disputa por un cuerpo. Una sociedad que no puede reconciliarse consigo misma, en la que el hermano se convierte en enemigo implacable: mors tua vita mea. Tu muerte es mi vida.

Francisco Panizza, reconocido politólogo uruguayo, identifica en la división radical y binaria de la sociedad el núcleo fundamental del populismo. No comparto del todo su explicación, pero resulta evidente que ese modelo imperfecto de populismo que resultó ser el kirchnerismo adoptó el divisionismo social y el conflictivismo político como estrategia principal de gobierno.

Habrá que discutir en otro momento si se trató de una actualización de la praxis peronista, de una matriz propia de la cultura política argentina o del fruto de las inspiraciones ideológicas de los teóricos populistas. Fue -quiso ser- el pueblo contra sus enemigos. La noble causa de la libertad, la igualdad y la fraternidad contra los dueños del poder. Una construcción ideológica irreprochable, imposible de contrastar: nosotros contra ellos. El todo contra la parte.

Negándose a asumir -como era de esperar- que formaban parte de la perversa mitad de la sociedad que conspiraba contra el modelo nacional y popular, parte de la oposición y el periodismo crítico “compró” ese discurso y se dedicó a insistir en él.

Es el caso de Jorge Lanata, que metaforizó exitosamente la pretendida división, al hablar de la “grieta”. No una línea demarcatoria, ni un escalón, ni una bifurcación de caminos: una grieta que escindía a la sociedad y la ponía una contra la otra. Una trinchera o dos.

Pero ¿existe o existió alguna vez en los años del kirchnerismo esa grieta? Porque una cosa es la descripción de la realidad y otra las representaciones interesadas.

¿Y cómo se habría podido producir ese enfrentamiento? En primer lugar debería darse la situación de que la constelación social de intereses y conflictos, se fuera reduciendo y subordinándose a dos opciones enfrentadas e incompatibles entre sí. Aparecería así lo que Mao denominó "la contradicción dominante".

Esto tendría lugar si ciertas configuraciones ideológicas coincidieran con la satisfacción de necesidades básicas (o con la expectativa de satisfacerlas). Una vinculación estrecha entre un proyecto político transformador liderado por una élite y una masa social de necesitados o de satisfechos en defensa de sus conquistas. En estas condiciones el conflicto social estaría servido y se abriría la posibilidad de que la escalada de tensión llegara a la guerra civil.

No obstante, esa situación no se produjo, al menos en lo que duró el kirchnerismo en el poder. Por un lado, la sociedad argentina es lo suficientemente compleja como para deslizarse a un conflicto de esas características. Hay una gran pluralidad de grupos, organizaciones e intereses, cada uno con sus conflictos derivados.

Puede que nuestra sociedad civil no esté a la altura de las de los países avanzados, pero es lo suficientemente fuerte como para que no la lleven de las narices.

Por otra parte se demuestra el fracaso del proyecto político y social del kirchnerismo. Es un buen argumento para quienes quisieron ver en él un monolitismo totalitario. Si alguna vez fue inspirado por esta idea, se quedó en las intenciones. Todo lo más alcanzó a ser una asociación autoritaria, no sabemos bien todavía si lícita o ilícita.

Como decía, esa combinación estratégica entre ideología y necesidad, entre élites y masas, nunca se dio. Si bien la ideologización prendió en las clases medias ilustradas, en los sustratos más bajos de la población -más dependientes de las políticas sociales, del sistema asistencial- se sabe perfectamente que es mejor negociar con el poder de turno que salir a pelearlo.

La ideología quedó encapsulada en las clases medias. Las clases bajas operan con criterios transaccionales que no se llevan bien con los tiernos ideales de la burguesía progre. Cada sector social sigue lógicas de intereses y demandas diferentes, que nadie en el kirchnerismo pudo o supo articular.

Aun con todos los episodios bizarros que se produjeron durante los últimos días de Cristina en el poder, la transición fue pacífica y sin altercados; nadie se echó al monte con armas y municiones. Las simpáticas marchitas de la resistencia son eventos pintorescos para consumo interno.

La cohesión social no se muestra en la unanimidad ni en la ausencia de conflictos, sino en la capacidad de resolverlos pacíficamente. Las elecciones fueron precisamente eso.

En definitiva, la dichosa grieta fue la descripción del estado cordial y suavemente beligerante (que yo sepa nadie terminó matándose por esto) de un universo social bastante reducido, formado por la clase media y media-alta ilustrada, altamente ideologizada, compuesta por profesionales, intelectuales y trabajadores de cuello blanco.

El resto sigue igual que antes.

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