Iglesia, poder y dinero

Leyendo los evangelios, aunque fuese a vuelo de pájaro, nos encontramos con un judío marginal (no tanto por su humilde origen cuanto por su palabra y su estilo de vida). Se llamaba Jesús. El poblado donde transcurrió la mayor parte de su existencia fue Nazaret, en la lejana y despreciada Galilea, al norte de Palestina.

Nació pobre, vivió entre los pobres y lo mataron por considerarlo, precisamente, un marginal que se ‘juntaba con los pecadores y las prostitutas’ y que estaba minando las bases religiosas y políticas de los poderes de turno.

Aunque, en repetidas ocasiones, el pueblo sometido quería hacerlo “su rey”, otras tantas él se negó a ser “una autoridad”, tanto en lo religioso como en lo político. Su modo de vida y su palabra siempre apuntaron en otro sentido: ayudar a crear conciencia en que la dignidad de cada persona no se encuentra en los títulos ni en los cargos ni en la riqueza ni en el poder.

“Todos/as somos hijos de un mismo Padre, y entre nosotros debemos tratarnos como hermanos ayudándonos mutuamente, en especial a los más necesitados”, podría ser la frase que sintetiza todo su evangelio (la buena noticia).

Esa buena noticia -o buena realidad- la comprendieron y vivieron, con virtudes y defectos, las primeras comunidades cristianas hasta fines del siglo tercero de nuestra era. Sabemos que, con el advenimiento del emperador romano Constantino y la libertad que éste reconoció a los cristianos, esas comunidades comenzaron a crecer y a asimilar las formas institucionales del imperio, convirtiéndose así en la “religión oficial” y pasando a ser, de comunidades fraternas, una institución con reconocimiento civil y prerrogativas jerárquicas similares a las imperiales.

Con el correr de los siglos, este “poder sagrado” se fue tornando “poder político”, “poder territorial” y “poder militar”. Dicho esto, por no abundar en lo que fue la degradación del papado y de los clérigos, la inquisición y otras deformaciones de lo que había querido aquel judío marginal llamado Jesús.

Justo es reconocer que, ante tal estado de cosas, hubo personas valientes y virtuosas que quisieron corregirlas y reformarlas, aunque esas reformas no perduraran. Sólo nombro a dos de aquéllas: San Francisco de Asís y Santa Catalina de Siena.

Nuestro presente

No caben dudas de que, desde el Concilio Vaticano II al día de hoy, muchas cosas han cambiado, para bien, hacia lo interno de la Iglesia y hacia su relación con el mundo circundante. Otras realidades están en fase de cambios mientras otras todavía esperan.

Ciertamente, la elección de Jorge Bergoglio como referente de la unidad mundial del catolicismo está modificando, a grandes pasos, muchos aspectos y formas de ser, de pensar y de vivir de la Iglesia Católica actual. Ciertamente, también con mucha oposición de altas jerarquías y con el “mirar hacia otro lado” de gran parte de los obispos y sacerdotes.

Respecto de la Iglesia hay tres temas, a mi entender, en los que el papa Francisco está fuertemente empeñado.

* Que los obispos, sacerdotes y religiosos/as “tengan olor a ovejas”, es decir: que estén compartiendo la vida del común de las personas (sobre todo de los pobres), que las comprendan y que las ayuden, no sintiéndose superiores a nadie y no buscando privilegios.

* Que los obispos y sacerdotes “no sean arribistas”, buscando títulos o sitios de poder religioso y, a veces, también de reconocimiento civil o político.

* Que “los servidores del pueblo cristiano (obispos, sacerdotes y religiosos/as) no caigan en la tentación o en la acción de poseer riqueza material y en la corrupción que ella pueda conllevar”.

En relación con este último tema, debo decir que en la Argentina se han dado muchos hechos que los católicos debemos lamentar profundamente; de los que, también, deberíamos pedir perdón y compensar en la medida de lo posible. Deseo referirme sólo a tres. Uno, muy triste y lamentable de hace varios años y dos de estos tiempos.

* Allá, por los años ’90, el obispo Picchi, en Venado Tuerto, junto a un hermano suyo y con el aval del obispado, crearon una “mesa de dinero” con el fin de aportar ayuda a la diócesis. Aquella aventura económico-financiera terminó en la quiebra, con el consiguiente juicio penal contra la diócesis, por el que casi llegaron a remate el obispado, la catedral y otros templos. Digo “casi” porque intervino el episcopado argentino “apartando” (no llevando a juicio penal) al obispo Picchi y haciéndose cargo de la deuda con los acreedores. Con un pecaminoso agregado: la deuda se fue pagando con dinero de las Colectas Nacionales “Más por Menos”, colectas que estaban destinadas a ayudar a las regiones más necesitadas de nuestro país. Esta doble corrupción fue denunciada por mí ante la Comisión Permanente de los Obispos y, también, ante la opinión pública.

* En estos meses, se han conocido dos hechos de índole económica que vuelven a manchar a la Iglesia y le quitan credibilidad a la hora de denunciar la corrupción reinante. Uno es el conocido como “los bolsos de López, el monasterio y las monjitas”. El otro, el pedido de dinero de los dirigentes de “Scholas Ocurrentes” al gobierno del presidente Macri. En este último caso, el mandato del papa Francisco fue fulminante: “Devuelvan inmediatamente ese dinero”. En el caso de los bolsos con dólares escondidos en el “monasterio”, el actual obispo de Mercedes-Luján intentó despegarse del asunto, minimizándolo, hasta que “desde arriba” le tiraron las orejas a fin de que realizara un exhaustivo proceso canónico, más allá del proceso que lleva adelante la justicia penal argentina.

Infelizmente un equivocado espíritu de cuerpo ha llevado, muchas veces, a tapar lo que no debe permanecer oculto. En todo caso, convendría recordar cómo actuó Jesús con los mercaderes del templo y hacer lo propio hoy. Y poner en relieve cómo está actuando el papa Francisco.

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