En Ecuador, la libertad de prensa molesta al poder

El presidente Rafael Correa sigue el camino del experimento chavista en Venezuela, maniatando a los medios para impedir que se revelen informaciones incómodas para su gobierno.

En Ecuador, la libertad de prensa molesta al poder
En Ecuador, la libertad de prensa molesta al poder

Lo que acaba de suceder en Ecuador con el cierre del diario Hoy es un indicador, posiblemente el de características más desdichadas, de cómo funcionan las cosas en determinados espacios. La pérdida es grave, pero mucho más es lo que implica. De lo que se trata este episodio es de un concepto sobre el poder, sobre su ejercicio y lo que se pretende modelar en el formato que debería ser de una república moderna.

En Ecuador -como en las otras naciones de la progresía reformista sudamericana, de modo particular la Venezuela que legó Hugo Chávez-, rige una ley de prensa que opera como una efectiva mordaza.

La norma avalada hace un año por el Congreso donde el oficialismo tiene mayoría, acorrala a los medios limitándoles el financiamiento e imponiendo, a la vez, una estricta autocensura que es lo que cercenó la edición papel de Hoy. Esa herramienta incluye un manojo de picardías autoritarias tomadas de los recetarios clásicos del control de la información y con resonancias de las formas en que las dictaduras militares entendían ellos también estas cosas.

En Ecuador no es posible que los periodistas investiguen y publiquen sus hallazgos, ni difundan documentos que obtengan de fuentes propias. Lo contrario hace pasible, al medio, de multas y juicios que lastran su patrimonio. Nadie en la función pública, por lo tanto, es observado como se debería. No se podría allí informar sobre corrupción como se hizo con esfuerzos en Argentina, o pesquisar y revelar las mentiras oficiales. En Ecuador, el caso Amado Boudou no existiría en los diarios o las radios independientes. De ese modo la ley es mordaza pero también un blindaje preventivo: lo que no se sabe no existe.

El presidente Rafael Correa ha hecho un estilo de tratar de difamadora a la prensa y denunciarla por no informar sobre cuestiones que le importa destacar al gobierno aunque no se trate de hechos trascendentes.

“Nos roban el derecho a estar informados”, proclama Correa en sus mensajes sabatinos que difunde un enorme aparato de propaganda oficialista. Pero la preocupación de las autoridades locales o de sus colegas donde estas prácticas censuradoras se han hecho comunes, no es la ausencia de elogios en la prensa. El fondo es la simple necesidad de evitar que se revelen informaciones incómodas. Ese riesgo lo confrontaría el poder si se multiplicaran los medios insumisos que no es precisamente el propósito.

Un ejemplo interesante de estas máscaras lo acaba de exhibir el diario británico The Guardian. Esta semana publicó un documento confidencial del gobierno ecuatoriano que revela la intención, hasta ahora negada, de explotar los campos petroleros en el parque nacional Yasuni, uno de los sitios en el planeta con mayor diversidad natural y hogar de comunidades indígenas. 

Hay dos puntos interesantes en esa noticia. Uno es el dato de que Ecuador había planteado, al mundo, no operar en ese territorio en aras de la defensa del medio ambiente, pero a cambio de recibir una compensación internacional por ese gesto. El gobierno, sin embargo, apenas consiguió 0,37% del objetivo que se había propuesto y la iniciativa fue archivada. El otro punto es aún más relevante.

Lo que The Guardian obtuvo es un documento que indica que ya desde 2010 el gobierno preparaba la instalación de plantas de energía para perforar en ese sitio protegido. Es decir, señala perplejo el diario de Londres: “Lo hizo al mismo tiempo que enarbolaba ese proyecto de alto perfil ecológico que prometía no explotar el sitio ...”.

La razón del ardid, habría sido evitar el eventual drenaje de votos que se hubiera producido de conocerse las verdaderas intenciones (ver http://www.theguardian.com/environment/2014/jul/02/ecuador-power-plant-yasuni-national-park-documents).

La idea profunda en este armado dominante es la suposición de que le asiste al Estado el derecho a controlar lo que la gente mira, lee, su forma de vivir, lo que adquiere o le será vedado por medio de cepos cambiarios o de otro tipo. Es un modo de bastardear la importancia que sí debería tener un Estado seriamente involucrado.

En aquel camino las instituciones republicanas no pueden ser fuertes porque limitarían el control que el líder pretende ejercer sobre su grey. Ése es el concepto del que hablamos, que define una república lisiada donde las mayorías son creadas con patrimonialismo y cuando votan lo hacen para avalar. Es una forma de vasallaje que tiene del otro lado una forma de monarquía.

El experimento chavista es el más depurado ejemplo de este ejercicio y el que logró un control social casi absoluto. En Venezuela, los medios insumisos son minoritarios y están acorralados por maniobras que llegan hasta el escamoteo del papel, pero también bajo la espada de una legislación que incluso los ha demandado por incluir fotografías de calamidades naturales porque crean “zozobra” a la población. El modelo gubernativo creado por Chávez pone al caudillo por encima del resto de las estructuras, evitando controles y reduciendo a un carácter de escribanía al Congreso o a una oficina subsidiaria del Ejecutivo al Poder Judicial.

Paraísos donde hay desiertos

El caso de Venezuela es aún más aberrante que el de Ecuador o Bolivia porque el país, al revés de esos ejemplos, vive una bancarrota y está en manos de un gobierno cuyos balbuceos comprometen a todos. Pero no se permite que la prensa detalle esos riesgos mientras la maquinaria oficial relata paraísos donde hay desiertos. Existe una coherencia perversa en esto.

Las monarquías son estructuras totalizadoras, no esperan la opinión de los pueblos y menos la sospecha o la crítica. El anuncio de Nicolás Maduro, el fallido sucesor de Chávez, sobre la llegada de un economista cubano educado en la URSS para asesorarlo como un hechicero sobre la devastadora crisis que devora a su país, es una pieza perfecta de este laberinto que va del relato absurdo a la realidad. El invitado es un ex amigo del Che, sin predicamento hoy en la isla, pero con imagen suficiente para apuntalar en el ocaso la leyenda de la revolución mientras el gobierno, oculto de las noticias, prepara clandestinamente el peor de los jarabes para huir del abismo.

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