El reloj

Todo pasó por un reloj pulsera.

El sorteo de ese accesorio, previsto para el final de la celebración por el 25 de Mayo, había sido el tema excluyente de las conversaciones en las fábricas, en el negocio de ramos generales y en el parador del ferrocarril todavía pujante en la zona de

Los Barriales.

En los partidos de bochas y en los duelos truqueros tampoco se hablaba de otra cosa, igual que durante las mateadas, los amaneceres de tibio olor a pan y las tardes otoñales de tejer y tejer para abrigar a los chicos de la familia contra los primeros fríos.

Lo que nadie imaginó fue que seguiría hablándose por días, meses y aun hoy, casi 80 años después, del aquel premio que durante una nublada tarde ganara una italiana de treinta y tantos años, robusta y de mirada tierna y cabellos ensortijados. Josefa se llamaba.

Todavía muchos recuerdan cómo, aun bajo la llovizna, la mujer alzó el brazo derecho apretujando con todas las fuerzas un pedacito de papel que la transformaba en ganadora del premio principal. Un reloj.

Josefa nunca había tenido uno. Nicola, el marido, tampoco. También inmigrante de la península, él amaba las bicicletas  y tenía por costumbre inquebrantable caminar todas las tardes hacia la estación del tren, “para entretener la vista, nomás”, dicen que decía, picarón.

Inmensamente feliz, la ganadora recibió el reloj y lo guardó con mucho cuidado en un bolsillo del abrigo. Una tormenta con truenos y estampidos ensordecedores se apoderó del lugar y casi todos corrieron al caserío y a las fincas lo más rápido posible. Menos el Victoriano, todavía desencantado por no haber ganado él aquel reloj con el que tanto había soñado.

Victoriano era albañil y fabricaba ladrillos en el único horno que hubo al este de la ciudad. La guapeza que lo caracterizaba a la hora de agachar el lomo para levantar medianeras y cavar zanjas se terminaba cuando tomaba la primera gota de vino. Ya al segundo vaso de tinto casero se ponía peleador. Así fue que después de un larguísimo brindis solitario Victoriano comenzó a darse manija acerca de su suerte con el tan deseado reloj. Pero también comenzó a maquinar un plan...

Casi al mismo tiempo, a dos leguas de allí, Nicola fumaba al reparo de un techito de madera que había instalado en el patio con la ayuda de cuatro de sus diez hijos. Josefa, con una felicidad que le iluminaba el rostro, llenaba los platos con el puchero de una gallina retacona que ella misma había tomado del cogote para rompérselo antes de desplumarla y cocinarla.

Nicola tiró el pucho encendido a un charquito, llamado a la mesa por el perfume que salía del caldero. Luego un ruido que llegó desde lo más oscuro de la finca lo distrajo. Un zorro, creyó, y se desentendió para volver a la cocina.

Josefa y Nicola cenaron en silencio. El olor a tierra mojada y la densa humedad se colaron por debajo de la puerta y por las hendijas de los ventanales. Un mirlo chilló varias veces, y el hombre se levantó de la mesa y salió al patio decidido a espantarlo, por aquello de los pájaros negros y los malos agüeros. Pero un frío acerado se le incrustó en el estómago y alcanzó a gritar de dolor y sorpresa. Josefa, ¡vení Josefa!, pensó, mientras se desangraba. Hasta que dejó de pensar.

La mujer sintió que algo malo estaba pasando afuera. Se arrancó el delantal y apenas abrió la puerta para ganar el patio  se convirtió en la segunda víctima fatal del cuchillo del endemoniado y resentido Victoriano.

Aquella madrugada, en plena huida entre fincas y plantaciones, el asesino cayó por un barranco. Inconsciente. Despertó varias horas después mientras un cimarrón lo lengüeteaba, hasta que los efluvios del vino agrio terminaron por espantar al animal.

Por un reloj pulsera Victoriano había acuchillado a dos personas, convirtiéndose en un criminal que debía esconderse lejos, bien lejos, por su condición de asesino. Y para eso debía ponerse en pie. ¡¡Vamos carajo!! -se dijo, aun caído en el barranco-. Pero las piernas no le respondieron. Tampoco las manos, impregnadas de la sangre ya seca de las víctimas. Victoriano sintió un mareo fuerte y cerró los ojos para recuperarse.

Esto le impidió al asesino protegerse de una bandada de pájaros negros que aterrizaron sobre su abdomen y su cabeza y le comieron, con picotazos cortos y punzantes como clavos,  primero los ojos, después la nariz, más tarde el cuello, las tripas...

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