El papel central de la educación

Nadie puede evitar que del frío clima de los grandes lagos que rodean a Detroit emerja un empresario que revolucione el mundo del transporte. Tampoco que desde el silencio de una cochera en Palo Alto aparezca un joven que lidere el proceso de difusión de la informática a millones de usuarios de todo el planeta. Tal evolución no solamente es inevitable sino que hasta es deseable estimularla. El mundo progresa así, por vía de espasmos y disrupciones que descolocan a productores y consumidores.

Pues sean bienvenidos los Henry Ford y los Steve Jobs, aun a pesar de las ganancias monopólicas temporarias aparejadas con toda innovación. Sin embargo, aquello que sí debe contemplarse es que esos adelantos se conviertan en una fuente de bienestar para todos.

Los grandes avances tecnológicos no pueden traducirse en inestabilidad del sistema democrático. Es necesario construir una conexión entre el mundo viejo y el nuevo. Ese puente es la educación, la única herramienta real de progreso y aumento de la productividad a largo plazo.

Más allá de la variedad y sofisticación de los distintos indicadores, sabemos que China, Singapur, Taiwán, Corea, Japón, Suiza, Holanda, Estonia, Finlandia y Canadá están haciendo las cosas muy bien en ese plano. Ésta es una discusión urgente y de primer orden estratégico. En especial, tras conocerse los resultados electorales en Estados Unidos, la primera potencia mundial.

Había muchas cosas en juego en aquellos comicios. Por un lado, la candidatura de Hillary Clinton asociada al recuerdo del ex presidente Bill Clinton y, en especial, al legado político del actual presidente Obama. Asimismo, la chance histórica de una seguidilla de tres períodos en el poder por parte del Partido Demócrata.

Por otra parte, el eventual batacazo de un outsider del establishment político como Donald Trump que no sólo pusiera sobre el tapete la distancia entre la política y la gente sino que, a través de un discurso dirigido al núcleo del cinturón industrial americano, desnudara la magnitud de la grieta entre el viejo mundo del Noreste representado por Cleveland y Detroit y la modernidad simbolizada por las chics Nueva York y San Francisco.

El diario del día después dice que prevaleció el mundo decrépito liderado por Trump. Y no sólo mediante una victoria en los Estados del rust belt que no tenía precedentes desde 1988, sino con la mayor ventaja en el segmento de votantes blancos sin educación superior desde 1980. Lo que fue 60/40 a favor de Romney versus Obama en 2012, hoy fue 70/30 a favor de Trump versus Hillary.

Innovación y educación

Cleveland fue, a principios del siglo XX, más que el Silicon Valley de estos tiempos. De ella emanaron no sólo grandes invenciones de la época como el telégrafo, la luz eléctrica y símbolos del poder empresarial como Rockefeller, sino que también fue la ciudad cabecera de un Estado que colocó 7 presidentes entre 1870 y 1930.

En simultáneo, Detroit logró ser el epicentro de la industria automotriz en la década del ’50, llegando a fabricar alrededor del 70% de la producción mundial de automóviles de la época a partir de sus tres grandes íconos internacionales: Ford, Chrysler y General Motors.

Del esplendor y los oropeles del auge a la decadencia de perder casi el 50% de su población desde 1960 a la fecha en el caso de Cleveland y un 60% Detroit. El proceso de destrucción creativa de Schumpeter en su más cruda expresión y sin el auxilio de un puente efectivo entre el mundo viejo y el nuevo.

Llevar las agujas del reloj 50 años para atrás a través del aislamiento de las corrientes internacionales de bienes y servicios, está demostrado que no es la solución. En todo caso, el debate que sí debería disparar el resultado de esta elección es la defectuosa sincronización entre un proceso de innovación donde Estados Unidos es un país líder en el ámbito global y un sistema educativo que deja bastante que desear.

En términos de indicadores duros, el Índice Global de Innovación dice que Estados Unidos ocupa el cuarto puesto a nivel mundial detrás de Suiza, Suecia y Reino Unido, mientras que su sistema educativo rankea trigésimo sexto en las pruebas PISA. Una grieta que asegura que el ineludible proceso de destrucción creativa derive a largo plazo en fuertes tensiones internas.

No obstante ello, el Colegio Electoral es una saludable previsión constitucional del sistema norteamericano. En cierta manera, asegura una corrección política ante un escenario de profundas diferencias territoriales como las que dejó al descubierto esta elección.

“En cantidad de votos ganamos” repiten sin mucho sentido algunos simpatizantes del Partido Demócrata. La elección de Estados Unidos es un sistema indirecto que pondera los intereses territoriales de los diferentes Estados que componen la federación. Y Trump con su bandera Make America Great Again interpretó mejor que Hillary esta compleja ecuación con epicentro en los vestigios industriales del Noreste.

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