El Jardín de la República proyecta sombras sobre las elecciones de octubre

El viejo sistema electoral que conlleva una multiplicidad de boletas en el cuarto oscuro es el que permite las maniobras fraudulentas. Por qué el kirchnerismo lo sigue defendiendo. El país no está preparado para un resultado electoral ajustado.

Los argentinos hemos puesto por estas horas en duda la transparencia y la eficiencia del sistema electoral con el cual en dos meses se elegirá el próximo presidente de la Nación. Bienvenido que así sea porque nada dura para siempre. La actual forma de votar tiene más de cien años y consiste en escoger, en un cuarto oscuro, entre una multiplicidad tan grande de boletas que esto le imprime al acto comicial desorden y confusión. Este sistema es sólo beneficioso para los partidos más grandes (no para los ciudadanos) y por ello ha resistido a todos los reclamos populares de modernización e incluso se mantuvo incólume cuando se realizaron reformas electorales recientes como la que instauró las primarias nacionales (PASO).

Lo que ha exacerbado esta crisis de credibilidad que tiene el actual sistema -representado en la boleta larga de papel- no son exclusivamente las denuncias "preventivas" de fraude lanzadas por la oposición, que el oficialismo asegura que tienen por fin enrarecer el clima electoral debido a que el candidato del Frente para la Victoria (FpV), Daniel Scioli, sacó una importante ventaja en las primarias nacionales. Ha sido la propia experiencia a la hora de votar en algunos importantes distritos lo que instaló en buena parte de la ciudadanía dudas sobre el anquilosado sistema que se usa a nivel país. Nos referimos al contraste entre los enormes trastornos que genera la papeleta de más de un metro que estaba desplegada en los cuartos oscuros de, por ejemplo, la provincia de Buenos Aires, Catamarca o Chubut el pasado 9 de agosto, y las bondades de las experiencias más modernas y exitosas como lo son la boleta única de papel (que se usa en Santa Fe y en Córdoba) y boleta única electrónica (que debutó hace pocas semanas en Capital Federal y que se viene usando en Salta).

Veamos este contraste en los siguientes ejemplos. Para un ciudadano porteño elegir a sus autoridades implicó este año recibir un tarjetón con un chip (incluido) de parte del presidente de mesa, introducirlo en una máquina lectora, votar táctilmente a través de una pantalla (se puede hacer por lista completa o cargo por cargo), esperar unos segundos a que la misma máquina imprima la tarjeta y, finalmente, aguardar a que termine el horario de votación para que se produzca un veloz escrutinio que se hace en base a la lectura de los chips. En cambio, un habitante de la provincia de Buenos Aires debió zambullirse en un aula con decenas y decenas de papeletas, escoger una de ellas -o usar tijera para cortar y armar su voto- y esperar 19 horas luego de finalizada la jornada comicial -como pasó el 9 de agosto- para conocer quién ganó o cómo salió el candidato que escogió. Pero, además, este segundo ciudadano pudo haberse encontrado con problemas más engorrosos como que en el cuarto oscuro no haya habido boletas del partido que quería votar (porque fueron robadas o no fueron repuestas manualmente a tiempo) o pudo incluso haber sufrido la "presión" de los punteros de los políticos de su zona que le "acercaron" a su casa el voto ya armado, lo trataron de seducir con bolsones de comida o dinero, o fueron todavía más lejos y lo amenazaron con quitarle el trabajo en alguna repartición estatal o con reprimendas aún más indignantes.

La gran diferencia a tener en cuenta entre estas dos experiencias es que la boleta única electrónica porteña (o la boleta única en papel de Córdoba o Santa Fe) son entregadas exclusivamente por la autoridad de mesa y no están al alcance de los partidos políticos, quienes pierden, así, su capacidad de "operar" sobre el elector o de hacer trampas el día de los comicios.

Todo este suplicio que padeció el votante bonaerense en las primarias nacionales fue lo mismo que el pasado domingo también debió soportar un ciudadano de Tucumán, una provincia con una Constitución que no tiene diez años de remozada (se cambió para permitirle al caudillo José Alperovich su reelección) pero que sostiene una ley electoral, la de los acoples o colectoras, que fue creada por los políticos de turno para evitar las internas entre dirigentes y habilitó a todo el mundo a ser candidato (30.000 postulantes para 347 cargos en juego hubo en esta oportunidad). Fue así como en el cuarto oscuro los tucumanos debieron escoger entre 200 papeletas en las que se repetían los nombres de los candidatos a gobernador e intendente caóticamente y debieron prestarse involuntariamente a participar de una escena kafkiana que no puede más que llenar de asombro y desconfianza a cualquiera persona que se encuentre en su sano juicio. Con un elemento aún más escalofriante, ese que saltó a la primera plana nacional: la violencia política que marcó la elección, que aún hoy sobrevuela sobre la provincia del Norte.

El saldo de ese domingo infernal fueron 42 urnas incendiadas, tiroteos entre facciones del peronismo K y no K, seis gendarmes heridos de gravedad y más de una decena de detenidos. A esto hay que sumar las denuncias de fraude en la carga de los votos (lo que implicó que se diera por finalizado el escrutinio provisorio sin un 20% de las mesas) y la posterior protesta callejera del lunes, que fue reprimida por la Policía de Alperovich.

Daniel Scioli se enoja, y mucho, cuando sus principales contrincantes en las próximas elecciones, Mauricio Macri y Sergio Massa, le exigen al Gobierno nacional y a él mismo garantías de que el bochorno tucumano no se convertirá en patrón de conducta el 25 de octubre. El candidato del FpV sabe que ya no hay tiempo de cambiar el sistema vetusto al que se abrazó su partido para retener el poder. Y probablemente sea consciente de que, ante una elección que se prefigura más peleada que las dos que ganó Cristina Kirchner, éste no sea el momento para jubilar la antiquísima boleta larga de papel que pone en movimiento la maquinaria poderosa del PJ, la cual le da a él mismo una ventaja invaluable sobre sus rivales.

Desde hace cinco años se acumulan en la Cámara baja nacional proyectos de la oposición para instaurar a nivel país un sistema electoral más moderno, que no sólo no le complique la vida al ciudadano a la hora de votar sino que ponga fin a los vicios que el actual sistema electoral trae consigo de forma implícita. Sin embargo, el kirchnerismo ha defendido con uñas y dientes el statu quo, es decir la boleta larga -ni siquiera tiene troqueles que faciliten el corte de segmentos- dado que le permite al justicialismo, el partido con más despliegue territorial, el reparto de las papeletas casa por casa o del voto ya armado, listo para introducirlo en la urna. "Es una herramienta de militancia", reconoció varias veces ante sus pares Diana Conti, la presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales, comisión en donde duermen el sueño de los justos todas las iniciativas de voto electrónico, boleta única de papel -en ella aparecen todos los candidatos de todos los partidos como si fuese un test de "multiple choice"- o la boleta única electrónica (como la porteña). Además, es el partido gobernante quien también defiende la lista sábana para cargos legislativos que le permiten ingresar al Congreso (o a las Legislaturas y Concejos) a personajes totalmente ignotos que van debajo de los nombres más conocidos. Aunque -hay que remarcarlo- también en la oposición hay reticencia a terminar con esta modalidad.

Este vetusto sistema electoral con el cual los argentinos elegiremos al próximo presidente no está preparado para soportar un resultado muy ajustado -como podría darse en un balotaje- y que simultáneamente sobre la elección recaigan denuncias serias y fundadas de fraude. ¿Qué pasaría si Scioli le gana a Macri por menos de un punto -o viceversa- y hay una batalla campal de acusaciones de trampas y maniobras irregulares? Tendríamos un presidente electo débil, nacido de un proceso electoral opaco.

Será menester del Congreso que viene enfrentar, de una vez por todas, una profunda reforma electoral que dé garantías de transparencia a ese acto fundacional de cualquier sistema democrático: las elecciones. Aunque esto le signifique a los propios políticos y a los partidos mayoritarios sacrificar todas esas ventajas y ventajillas que les han permitido mantenerse en el poder durante tantas décadas.

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