El hombre invisible

A Rubén o Ramón lo conocí en la comisaría. Yo había perdido los documentos y él la libertad, al menos por esa tarde. El oficial a cargo me diría luego que el pobre diablo ya era parte del inventario, de tantas entradas.

El motivo se repetía y era vulgar: el hombre se bajaba los pantalones en la calle y agitaba su miembro frente a quien pasara. Tenía el decoro de evitar menores y monjas, pero el resto de los mortales vivían en riesgo constante de show. De ahí a los dedos con tinta, al sargento que empujaba, al frío y a los barrotes había un solo paso.

Un mes más tarde, lo encontré en una esquina. Tenía la boca llena de tabaco y palabras masticadas. Lo saludé, para probarme el coraje nomás. Me miró sorprendido. Alguno que pasaba por ahí, seguramente también.

-¿Tiene un cigarro?- dijo Rubén o Ramón con una sonrisa llena de ausencias. Le regalé el paquete entero. Como si eso fuera una bisagra para la confidencia, me animé a hablarle.

- Lo vi en la seccional la otra vez. Es bueno verlo otra vez en la calle- le comenté. El hombre tosió unas risas y se arrimó como para contarme un secreto.

- ¡Qué bueno que me veas! Sos el único, hermano. Soy invisible. Te juro.

No me costó entender. La gente pasaba al lado y él no existía. Era una mancha, una baldosa, un papel abandonado. Agitaba con ruido un tachito con monedas pero el que era ciego, también era sordo. Estuve veinte minutos siendo testigo de lo peor de nosotros mismos, hasta que pasó. Dejó la lata en el piso y, sin decir una palabra, se bajó los pantalones, justo frente a una vieja que paseaba un caniche inservible.

La mujer gritó con espanto y con razón. Alguien llegó en auxilio, alguien marcó el número breve, alguien pintó la calle de luces rojas y azules, alguien dio órdenes repetidas.

Mientras lo forzaban a la rutina del patrullero, me miró y gritó con alegría.

- Sigo estando, hermanito. ¡Qué alivio grande, carajo. Sigo estando!

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