El año que vivimos en peligro y lo que vendrá

Fernando Iglesias - Periodista - Especial para  Los Andes

El año que vivimos en peligro no fue un año, ni se ha terminado. El año que vivimos en peligro va por el año y medio, el que va desde la asunción de Cambiemos en diciembre de 2015, y seguirá -por lo menos- hasta las elecciones de medio término de octubre de 2017. Que se termine depende, sobre todo, del resultado de esas elecciones, en las que no elige meramente una mayoría parlamentaria sino que se refrenda a un gobierno y, a través de esa decisión, se vota por un modelo de país.

Si el resultado es favorable a Cambiemos, el de Macri será el primer gobierno de un presidente civil no peronista que completa su mandato desde 1928, cuando lo hiciera Alvear. Si el resultado favorece a la oposición, abrumadoramente peronista, el gobierno se verá debilitado desde la ya extraordinariamente débil posición en que la dejaron las elecciones de 2015, por las cuales forman parte de Cambiemos un tercio de los diputados, un cuarto de los senadores y un quinto de los gobernadores provinciales.

Durante el año que vivimos en peligro el Gobierno tuvo que avanzar por un estrecho desfiladero en el que cualquier paso en falso significaba caer en el profundo foso en que los tiburones pejotistas y los cocodrilos kirchneristas lo esperaban con las mandíbulas abiertas. Desde la asunción, signada por el intento de deslegitimación de Cristina, el gobierno de Cambiemos circuló por un sendero muy angosto. Avanzar rápidamente en el inevitable sinceramiento de la economía, como buena parte de los economistas liberales exigía y aún hoy pide, podía llevar a una crisis social que inevitablemente sería reconducida a epopeya destituyente por quienes no duraron en voltear a Alfonsín y De la Rúa apenas tuvieron oportunidad; pero continuar con el doping del default, las tarifas regaladas, el cepo cambiario y la inflación era condenarse a ser la Alianza, que no se animó a salir de la Convertibilidad y así le fue.

Una política demasiado dura con los compañeros gobernadores podía conducir a la formación de otra liga como la de 2001, pero un exceso de concesiones y amiguismo podía ser interpretado por los miembros del partido psicopático argentino como una señal de debilidad. Seguir ignorando las leyes de la economía en nombre de la política, como hizo por doce años el kirchnerismo, era poner una bomba de tiempo debajo del sillón presidencial; pero ignorar la fragilidad de la situación política heredada como si solo la economía tuviera normas y reglas podía causar la enésima experiencia de ingobernabilidad no peronista.

Atrapado en una situación de zugzwang ajedrecístico en el que solo están a disposición movidas malas, el Gobierno hizo lo que pudo: evitó las movidas catastróficas que llevaban a un inmediato jaque mate, optó por las menos malas, y aprovechó el único activo que el kirchnerismo había dejado, un bajo endeudamiento externo, y otro que él mismo había creado: la credibilidad y el reconocimiento internacionales. Cerró bien el problema con los holdouts, obteniendo un descuento de más del 30% a pesar de la existencia de un fallo desfavorable; salió de un default absurdo que ya llevaba quince años, se endeudó a tasas mucho más bajas (la mitad) que las que regían para nuestro país apenas unos meses antes, y ganó tiempo. Tiempo para que la economía, la política y la sociedad no estallaran. Tiempo, acaso, para que la salida de la recesión y el crecimiento económico ayuden a poner en orden las cuentas.

Gradualismo, lo llaman, y no es completamente seguro que sea la receta apropiada para evitar caer al foso de los cocodrilos y tiburones, pero tampoco está dicho que una política de shock hubiera dado mejores resultados. Doce años de sobrevaloración de la política y de desprecio de la economía han llevado a muchos -muchos economistas, especialmente- al punto opuesto. Ahora bien, supongamos por un momento que sea verdad que los programas económicos de shock han sido históricamente más exitosos que los gradualistas; lo que es suponer bastante. Existen por lo menos tres razones para desconfiar de que una terapia de shock pudiera tener éxito en Argentina. Veamos.

La primera es el carácter sanguinario de la oposición. De la oposición peronista, quiero decir, cuyas habilidades destituyentes no tienen parangón en Suecia, ni en Uruguay, ni en ningún otro país digno de ese nombre.

Solucionar la ecuación argentina prescindiendo de su factor crucial: la existencia de una estructura política mafiosa extremadamente hábil para llegar al poder, notablemente reacia a abandonarlo y mortalmente eficaz a la hora de desalojar de él a sus competidores, es un sofisma intelectualmente despreciable. Es el peronismo, muchachos, y constituye el problema político central del país sin cuya solución estamos condenados a una continua decadencia. Pretender solucionarlo ignorándolo es hacerle el juego y facilitarle el retorno a las condiciones de hegemonía con las que destruyó el país.

El segundo factor es del orden de las ideas. Más de la mitad de la ciudadanía argentina votó en 2015 por el cambio. Más complicado es determinar qué tipo de cambio es el cambio que votó la ciudadanía argentina. No cuesta demasiado suponer que el acuerdo acerca de lo que se rechazó del pasado es mucho mayor que el acuerdo acerca de lo que se espera del futuro. En otras palabras, que quienes de ninguna manera y por nada del mundo queremos volver a la corrupción galopante, el delirio megalomaníaco y la ineficiencia certificada tenemos, muchas veces, visiones muy distintas del país que queremos y de cómo alcanzarlo. Esta divergencia es mucho mayor en el campo de la economía.

Ideas económicas notoriamente populistas -como la necesidad de que el gobierno controle los precios, o la del carácter decisivo de la industria para lograr el pleno empleo, o la de los enormes beneficios de no importar ni un clavo, o la de dar preferencia por las Pymes sobre las grandes empresas, entre muchas otras- forman hoy parte del acervo cultural argento en su capítulo económico, y esto incluye ciertamente buena parte -acaso, la mayoría- de los votantes de Cambiemos. No es un factor secundario ni mucho menos, ya que pocas cosas son más poderosas que las ideas. Extrapolando el concepto al terreno social, las ideas que tenemos acerca de la economía o de cualquier otra disciplina social constituyen condicionamientos fuertes de cualquier disciplina, y de la economía.

Tercera razón. El de Cambiemos es, salvo mejor opinión, el gobierno estructuralmente más débil desde el retorno de la democracia. Mucho más que el de la UCR de Alfonsín, que dispuso de casi un tercio de los gobernadores, el 48% de los diputados y el 39% de los senadores, y que el de la mismísima Alianza de De la Rúa, que contó con un cuarto de los gobernadores, el 44% de los diputados y el 28% de los senadores. A lo que se agrega el hecho de que Macri es el primer presidente argentino que accede al poder mediante el balotaje; otro dato que establece una legitimidad institucional impecable, que en cualquier país sería garantía suficiente, pero que en la Argentina que parió un cuarto de siglo (1989-2015) de innegable hegemonía peronista configura otro signo de interrogación sobre la gobernabilidad.

No. La debilidad estructural de Cambiemos no es igualable a la que sufrió inicialmente el kirchnerismo. Tanto Néstor como Cristina usaron todos y cada uno de los mecanismos imaginables, legales y no legales, para acumular poder, primero, y conservarlo, después. Lo hicieron con total indiferencia por las consecuencias de largo plazo y por la suerte del país; y los mecanismos incluyeron el uso de los fondos que el Ejecutivo nacional está obligado a distribuir a las provincias y municipios como mecanismo de chantaje y extorsión, la concentración de la recaudación impositiva en impuestos -como las retenciones- antifederales y excluidos de los mecanismo de coparticipación, y el uso impúdico de alianzas políticas a contramano del discurso antipejotista y antimenemista que se enunciaba por cadena nacional. No hay ni sombra de todos estos mecanismos disciplinadores en la actuación del gobierno de Cambiemos, lo que hace que la minoría que sufre en ambas cámaras no sea hipotética, sino real.

Una oposición ávida de dejar de serlo cuanto antes y dispuesta a todo para lograrlo, una sociedad embrutecida en sus concepciones económicas por una década de populismo neoliberal y otra de populismo pseudo-redistributivo más un poder político exiguo como ninguno constituyen razones excelentes para no jugarse a una sola ficha la que acaso sea la última oportunidad que tiene la Argentina de transformarse en un país razonable. En la comprensión de todo esto se juega el resultado de octubre.

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