Echeverría según Beatriz Sarlo

A modo de anticipo, publicamos un fragmento del capítulo dedicado a Esteban Echeverría del libro “Ensayos argentinos, de Sarmiento a la vanguardia”, donde la autora junto a Carlos Altamirano analizan las obras claves de nuestra literatura.

París, 1826.

La historia de Esteban Echeverría bien podría comenzar con un viaje. A los 20 años, en 1825, zarpa hacia Europa y llega a París en el invierno de 1826. Es un rioplatense joven, completamente desconocido, sin formación académica ni gran fortuna, que lee francés pero lo habla con dificultad: ni Julian Sorel, ni Rastignac, ni Childe Harold, Echeverría realiza el recorrido inverso al de René de Chateaubriand, y va del "desierto" a la "civilización".

No es extraño que se conozca bien poco de los cinco años que vive en París, adonde llega con un par de libros: la Retórica de Blair, anatema de los románticos, la Lira Argentina (esa colección de poemas neoclásicos que podían recordarle la patria pero ciertamente no la nueva literatura) y un mapa de su país.

El amigo y exégeta Juan María Gutiérrez, medio siglo después, tiene muy poco para informar sobre la experiencia francesa de Echeverría y, en su piadosa biografía-prólogo a la edición de las Obras completas, menciona unos cuadernos con resúmenes de lecturas sobre filosofía y política: Leroux, Cousin, De Gérando, Guizot, Chateaubriand, Pascal, Montesquieu.

En uno de los fragmentos autobiográficos, Echeverría testimonia su entusiasmo por Shakespeare, Schiller, Goethe y Byron. En esta miscelánea hay más huecos y más ausencias que las previsibles, así como en los testimonios de Echeverría hay un silencio curioso sobre los años vividos en Francia.

En verdad, no hay una sola línea sobre el impacto del choque cultural ni sobre la dificultad o el placer del aprendizaje europeo. Comparada con la de Sarmiento, la experiencia de Echeverría en París es casi muda, y cuando se refiere a ella produce una síntesis convencional:

Allí sentí la necesidad de rehacer mis estudios, o más bien de empezar a estudiar de nuevo. Filosofía, historia, geografía, ciencias matemáticas, físicas y química, me ocuparon sucesivamente hasta el año 1829, en que me fui a dar un paseo a Londres, regresando mes y medio después a París a continuar mis estudios de Economía política y Derecho, a que pensaba dedicarme exclusivamente.

Otras lecturas más literarias le "revelan un mundo nuevo" y comienza a escribir poesía. Eso es todo. A su regreso a Buenos Aires, en la relación con los amigos y seguidores, no es más comunicativo. Sin embargo, el viaje es un misterio transparente. Está en el clima de época y Chateaubriand ya había escrito sobre el impulso al descubrimiento del mundo, esa tensión hacia lo distinto que también condujo a Lamartine a Oriente.

Pero París no es el rincón exótico o idealizado de los Natchez, ni es Palestina. El oriente de un americano se ubica en Francia, adonde tarde o temprano, después de Echeverría, viajaron todos los hombres de la generación del 37. Francia es una necesidad cuando ellos juzgan la pobreza de la tradición colonial y española: el impulso hacia el descubrimiento se suma al programa de la independencia cultural respecto de España.

Para los hombres del 37, el viaje a Europa era un peregrinaje patriótico; lejos de la frivolidad que iba a adquirir en las últimas décadas del siglo XIX, se parece mucho a una exploración cultural y a una educación del espíritu público.

De algún modo, se trata también de un viaje en el tiempo: se viaja hacia lo que América deberá llegar a ser en el futuro, hacia el modelo (aunque, luego, como en el caso de Sarmiento, se descubra la verdad en los Estados Unidos) que permite la definitiva independencia cultural de España. De allí la voracidad, ya señalada en un estudio clásico por David Viñas, del viajero.

El viaje es, además, un acto colectivo, porque deberá servir a la nación y desbordar las dimensiones individuales del aprendizaje: es una educación en lo público, adquirida con vistas al porvenir. Perfecciona y realiza la tensión utópica de los organizadores de las nuevas naciones.

En el caso de Echeverría aparece, además, otro tópico: el de embarcarse y hacerse al mar como Childe Harold, que años más tarde se acriollará en El peregrinaje de Gualpo. Echeverría lee en Byron, quizás antes de su llegada a París o quizás allí mismo, esta dinámica del héroe contemporáneo, su deseo de dejarse llevar por las olas como por un destino desconocido, su instinto y su gusto por lo diferente:

Soy una hierba que la espuma del mar arranca de la roca, para navegar hacia donde me arrastre su impulso, hacia donde triunfe el aliento de la tempestad.

Previsiblemente, el aliento de la tempestad llevó a este argentino a París, donde enmudeció por cinco años. En efecto, Echeverría en París lee y escucha (...).

Estaba en el aire de París el nuevo culto del sentimiento estético apoyado en la también novedosa legitimidad absoluta de la función intelectual y la aceptación del principado del escritor sobre la vida de las sociedades afectadas por las olas de la revolución primero y del romanticismo después (...).

Cuando, en 1830, Echeverría regresa a Buenos Aires, ya ha aprendido a valorar la doble investidura de ideólogo y poeta, cuya coexistencia comprobó en sus años franceses.

En 1831, el Diario de la tarde empieza a incluir con cierta periodicidad poemas suyos y, al año siguiente, se publica Elvira o la novia del Plata; en 1834, aparecen Los consuelos y, en 1837, el mismo año de las actividades en el Salón Literario, Rimas, que incluye La cautiva y recoge un suceso fulminante, dentro de las modestas dimensiones de la ciudad y la turbulencia del período. Mitre escribe entusiasta sobre Los consuelos. De Angelis los define como un intento pretencioso e ignorante.

Como sea, se habla del libro, que suscita el alineamiento de los jóvenes y la emergencia de una trama, precaria sin dudas, de intelectuales nuevos que escriben y editan.

No puede subestimarse el “efecto Echeverría” sobre la formación cultural rioplatense de los años treinta. Primus inter pares, su influencia, en una ciudad pequeña y periférica como Buenos Aires, se ejerce en la trama de las relaciones personales e intelectuales de las amistades literarias y políticas.

El “hermano mayor de la inteligencia” no podía dar proyección a su vocación de pensador, nos dice Gutiérrez, “si no se rodeaba de adeptos, de discípulos y de amigos que cooperasen con él a la regeneración de la Patria”. ¿Y dónde iba a reclutarlos que no fuera entre “jóvenes inteligentes, instruidos y de carácter elevado”? Como había estado fuera del país, el poeta ignoraba que una promoción de jóvenes con esos atributos se había formado en Buenos Aires.

Pero, prosigue Gutiérrez, en un lenguaje que sugiere la predestinación del encuentro entre los jóvenes y el intérprete de sus aspiraciones, “una atracción secreta y recíproca aproximaba a las dos entidades y comenzaron a ponerse en contacto en el ‘Salón Literario’”.

En esos años, Echeverría intentaba sistematizar sus ideas generales sobre las relaciones entre arte y sociedad en algunos escritos, fragmentarios, sobre problemas de estética.

En De Staël y en el prefacio a Cromwell había leído que a cada etapa histórica corresponde un tipo de arte, “a cada siglo una poesía, y a cada pueblo o civilización sus formas”; y la reivindicación de esa originalidad se articula, en América, con el principio de independencia cultural respecto de España, fuertemente expuesto también en las intervenciones de Juan María Gutiérrez en el Salón Literario.

Relativismo, reivindicación de la singularidad, historicismo y nacionalismo cultural se reúnen en un haz de temas que, aprendidos en los franceses o en Herder (la traducción de las Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad apareció en París en 1827), no sólo actualizan, en un sentido europeo, la discusión rioplatense sino que son funcionales a las necesidades ideológico-políticas en dos dimensiones distintas: por un lado, promueven la completa escisión cultural respecto de España que significa concluir las tareas de independencia política comenzadas en mayo de 1810; por el otro, proporcionan una argumentación cultural y estética al conflicto más o menos abierto entre los jóvenes del 37 y los rivadavianos.

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