Dos décadas de una reforma constitucional a medias

La Constitución Nacional que nos rige tuvo una importante reforma en 1994 que aún no ha sido consolidada del todo debido a que muchas de sus estipulaciones siguen sin ser cumplidas.

Se cumplieron recientemente 20 años de la reforma de la Constitución Nacional de 1994. El proceso que derivó en la convocatoria a la Convención Constituyente surgió, principalmente, a raíz de las intenciones del entonces presidente de la Nación, Carlos Menem, de conseguir la posibilidad de una reelección inmediata que la norma constitucional vigente hasta entonces no contemplaba.

Un aliado fundamental para tales pretensiones fue el líder radical Raúl Alfonsín, que en el recordado Pacto de Olivos acordó con Menem una serie de pautas que acompañaban las intenciones reeleccionistas.

Innovaciones importantes fueron los nuevos derechos y garantías de índole social y los mecanismos para proteger el orden democrático posiblemente.

En lo estrictamente político, y para contrarrestar el indudable impacto reeleccionista, se pretendió potenciar la presencia de las minorías provinciales en el Senado con la incorporación de un tercer senador por cada distrito.

Y la figura del jefe de Gabinete, también incorporada, pretendía atenuar el hiperpresidencialismo arraigado en la Argentina.

Estas dos reformas no arrojaron los resultados esperados, porque los senadores, que desde entonces son electos por votación de la ciudadanía, priorizan generalmente las indicaciones partidarias y porque el jefe de Gabinete por lo general se ha visto opacado por presidentes más preocupados por su propio protagonismo que por el apego irrestricto a la Constitución.

Además, la reforma constitucional concretada en 1994 no logró atenuar las facultades del Poder Ejecutivo.

La posibilidad de que el presidente dicte decretos de necesidad y urgencia, facultad que no estaba contemplada hasta ese momento, terminó otorgándole al Ejecutivo mayores prerrogativas que potenciaron el presidencialismo y muchas veces sometieron a los demás poderes, especialmente al Legislativo.

Así, el abuso en el ejercicio del poder terminó siendo una constante. Además, esa tendencia hacia un presidencialismo hegemónico se potencia con la posibilidad de reelección, que algunos políticos hoy en día comienzan a cuestionar.

Tampoco se han visto buenos resultados con respecto a la pregonada ética en el ejercicio de la función pública, prevista en el artículo 36 de la norma constitucional.

Esa buena voluntad de los constitucionalistas chocó con la realidad desde la misma puesta en vigencia de la nueva Carta Magna, puesto que todos los gobiernos que se sucedieron a partir de 1994, en mayor o menor medida no pudieron escapar a sospechas y realidades de la enquistada corrupción.

Por otra parte, la delegación de facultades legislativas del Congreso al Poder Ejecutivo ha sido otra de las características no deseadas por la Convención Constituyente, que en el artículo 29 de la Carta Magna condena drásticamente toda acción tendiente al otorgamiento de la suma del poder público al Ejecutivo.

Ni qué hablar del pregonado fortalecimiento del régimen federal por el que aboga la Constitución, si se tiene en cuenta que, a pesar de múltiples reclamos desde las provincias, llevamos en la Argentina casi 18 años de incumplimiento en la sanción de una nueva ley de coparticipación federal.

No se puede determinar si una norma constitucional es buena o mala si su plena puesta en vigencia siempre es demorada por negligencias o mezquinos intereses sectoriales.

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