Donald Trump y Silvio Berlusconi

En Roma, hace una docena de años, tuve una prolongada cena con Donald Trump. Solo que se llamaba Silvio Berlusconi.

¿No son esencialmente el mismo hombre? ¿El mismo mito? Tienen la misma obsesión por su riqueza. La misma necesidad de alardear de ella. La misma creencia de que es la medida irrefutable de su genio.

Las mismas declaraciones a sus paisanos: “Si yo me hice rico, los puedo hacer ricos a ustedes”. Son gemelos por sexualidad, idénticos en su insistencia en ser vistos como parangones de lujuria irresistible; y si encima de ahí siguen palabras espantosamente sexistas... todo dicho. Las entrañas antes que la decencia. Las feromonas sobre el sentido común. Y la vanidad.. ¡ah, vanidad de vanidades..!

Durante mi comida con Berlusconi, que entonces era primer ministro de Italia, él se fue animando conforme se quejaba de que los periodistas italianos se burlaban de él llamándolo enano.

¡Enano! Hizo énfasis en que era más alto que José María Aznar, presidente del gobierno español en ese tiempo. Unos cuantos años después, en un programa de entrevistas por televisión, les informó a los italianos que “definitivamente era más alto” que Napoleón. Y años después de eso, en un acto político, proclamó: “Soy más alto que Putin y Sarkozy”, refiriéndose a los presidentes de Rusia y Francia, respectivamente. “No entiendo por qué todos los caricaturistas me representan como enano, mientras que a los demás les ponen una altura normal.”

Nos rendimos, Silvio. Eres una montaña entre enanos.

Y lo admitimos, Donald. Nadie barre el cielo con el pelo como tú. Ustedes dos son los más grandes, los mejores, los que avergüenzan a todos los demás. ¿Ahora sí nos dejarán en paz, por favor?

Trump no da señales de dejarnos en paz. La semana pasada, él hizo un nuevo intento de ser envidiado, desempacando una vez más sus cuentas y exhibiendo sus finanzas ante el mundo. Esta vez dijo tener una fortuna personal de unos 10.000 millones de dólares, lo cual es, casi con toda certeza, una grosera exageración. Sus bienes se expanden al ritmo de su ego.

Su popularidad entre los votantes también, según encuestas recientes que lo muestran a la cabeza o cerca del grupo de aspirantes a la nominación a presidente republicano. No creo que esto dure pero probablemente significa que estaremos atados a él por lo menos durante algunos debates. Así que llegó la hora de buscar algo de solaz y quizá lo encontremos en la idea de que él no es una creación particularmente estadounidense ni una condena específica de nuestra cultura y del electorado.

Esos italianos cuyo arte reverenciamos y cuya comida constituye nuestro fetiche, tienen su propia versión de Trump, un plato salado de Donald a la parmesana. Ellos lo eligieron repetidas veces, para que pudiera hacer aquello a lo que ahora Trump solamente aspira: usar a su país como un trono de mal gusto y un espejo adulador mientras lo lleva al despeñadero.

Trump es un Berlusconi en potencia, con menos cirugía plástica. Berlusconi es un Trump en su senectud, con aún más altos pagos de pensión a sus ex mujeres.

Así, el Trumpusconi es un estudio sobre los peligros y acechanzas de la testosterona desbocada y de la avaricia tumescente. Es un comentario sobre la riqueza del mundo occidental: con cuánto ardor algunos fanfarrones la persiguen, cuánto los perdonan los demás cuando la alcanzan, cuán acuciosamente equiparamos el dinero con los logros.

Es una comedia. Es una tragedia.

Incluso podría ser una película porno, o por lo menos parecerlo. Trumpusconi la estelariza como el patán que cultiva una imagen maquillada de galán épico.

“El mejor sexo que he tenido”, proclamó un titular de primera plana de The New York Post allá en 1990. Era evidente que se trataba de una frase de Marla Maples, la segunda de las tres esposas de Trump. Pero el lector escéptico se preguntaría quién plantó esa nota realmente, en especial con el paso de los años, cuando afloraron las jactancias de Trump.

“Todas las mujeres de The Apprentice coquetearon conmigo, consciente o inconscientemente. Eso era de esperarse”.

“A veces, cuando estoy acostado con una de las mejores mujeres del mundo, me pregunto, pensando en el chico de Queens que fui:

¿Puedes creer lo que estás teniendo?”

"He dicho que si Ivanka no fuera mi hija, probablemente saldría con ella."
Pero esos son balidos mezquinos al lado de las proclamas de Berlusconi. Hace unos años, él evaluó su impacto erótico afirmando lo siguiente: "Cuando se les preguntó si tendrían sexo conmigo, 30 por ciento de las mujeres dijeron que sí, mientras que el 70 por ciento restante respondió: ¿Otra vez?"

No soy el primero en notar el extraño parecido entre Trump y Berlusconi. Hace cuatro años lo analizó mi colega en The Times Timothy Egan. Y en un artículo publicado en Vanity Fair, “La Dolce Viagra”, Evgenia Peretz escribió: “Imagínense a Donald Trump de presidente, con los medios de comunicación de un Rupert Murdoch y los gustos sexuales de un Charlie Sheen viejo, y podrán hacerse una idea de lo que es Berlusconi”.

Pero ahora Trump,  en el paisaje político, es una presencia (y una amenaza) más descarada de lo que era entonces. Ahora que lo miro como si fuera nuevo, me transporto a mis dos años como corresponsal de The Times en Roma y mis dos encuentros con Berlusconi.

Al igual que Trump, Berlusconi hizo su fortuna con los bienes raíces. Después compró un medio de comunicación tras otro, infiltrándose en la vida cotidiana de la gente y poniéndoles su imagen en la misma conciencia. Un impulso similar anima a Trump, que ha grabado su nombre no solo en rascacielos y casinos sino también en colchones, ropa y agua de colonia.

Los dos buscan la omnipresencia y los dos comprendieron desde un principio la importancia de la televisión para eso. Berlusconi se apoderó de las ondas hertzianas de Italia, que usa para transmitir programas de concursos y noticieros con mujeres en diverso grado de desnudez. Trump tomó el control parcial de los concursos de belleza de Miss Estados Unidos y Miss Universo e interpreta al amo de todo el capitalismo en “The Apprentice”.

A su profundo chauvinismo, ellos agregan su insensibilidad racial aunque, para ser justos, la de Berlusconi no tiene el filo calculado y malintencionado de la de Trump. El infame chiste de Berlusconi sobre los Obama -que la pareja debe de haber ido a la playa pues se veía muy bronceada- palidece ante las pataletas de Trump contra los inmigrantes y sus desvaríos xenofóbicos. En una entrevista de radio difundida el viernes, Trump propuso boicotear a México, diciendo que es un “lugar corrupto” que amenaza a Estados Unidos “muy gravemente”.

Y se comprometió a no volver a pisar su suelo. Un aullido de dolor se levantó en Guadalajara y Ciudad Juárez lloró.

Los dos han aprendido que pueden poner esa mugre a su servicio, presentándola como franqueza inmaculada. Las palabras descuidadas se vuelven francas. Los insultos reflejan autenticidad, aunque sean puro teatro y en tanto no dejen de ser solo un espectáculo.

Y la autoimagen avanza a grandes trancos. Puede ser confundida con la sabiduría. Puede pasar por visión. Y si la tiene en gran medida, el payaso se convierte en director del circo. Y el enano parece un gigante.

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