Cristina García, la enfermera que hizo de una "salita" rural de Tupungato su hogar

Trabajó casi 30 años a cargo de la posta sanitaria de La Carrera, un aislado paraje cordillerano. Recientemente se jubiló, pero recordó con Los Andes infinidad de anécdotas de sus años de servicio. Y recurrió a su guardapolvo de trabajo para la foto en el

Cuando cerró por última vez la puerta de la posta sanitaria de La Carrera, días atrás, Cristina García (67) tuvo la certeza de haber tomado la mejor decisión en casi 30 años, cuando aceptó ser la enfermera en este paraje tupungatino perdido en la belleza de la montaña.

Allí descubrió que podía ser madre y armar una familia. Que su vocación no permitía “medias tintas”. Supo que no tener luz, agua ni equipamiento no valían como excusas para no atender a sus pacientes. Aprendió a ser vecina, psicóloga, partera y hasta “madre adoptiva temporal”. También descubrió el precio que tiene una gallina, un cerdo o un pan casero ofrecido con cariño como forma de pago.

En esa puerta -que ahora cierra, mientras el sol todavía no se mete entre los cerros- Cristina recibió desde hombres con cuchillos clavados tras alguna riña hasta turistas de los rincones más impensados del mundo que pedían alojamiento para pasar la noche o la nevada.

Con algunos cursos que le permitían trabajar como “enfermera empírica” y unos pocos años de experiencia cosechados en el Centro de Salud rural de Villa Bastías, Cristina llegó a la posta de La Carrera un 17 de abril de 1988. Este sitio -que resultó mucho más crudo de lo que imaginaba- pronto tornó en su hogar. Hoy celebra su jubilación, pero lamenta “tener que partir”.

La mujer invita al mate y las tortitas caseras. Su esposo, don Antonio Olmedo, ya cortó los troncos y prendió el fuego en la estufa. De niño había vivido en La Carrera y siempre soñó con volver. No estaba en los planes de este tupungatino que fuera la profesión de su mujer lo que le marcara el camino de regreso. “No es fácil acostumbrarse a las carencias, pero todo se aprende”, dice.

Enseguida, la enfermera corre a sacar el guardapolvo, que ya está embalado. “Para las fotos”, acota y muestra una sonrisa generosa. Su modo de hablar, cálido y alegre, crea un clima familiar. Sin embargo, sostiene que este recurso no le sirvió para ganar la confianza de sus pacientes.

“Lo querían y le hablaban más a él”, dice y señala a Antonio. “Yo era la mala, porque retaba a las mamás cuando no cuidaban o aseaban a sus hijos. Además, era la que ponía las vacunas”, ríe.

Al poco tiempo de vivir allí, el hombre aceptó trabajar de agente sanitario. “Dejé la zapa y agarré la lapicera”, cuenta el agricultor, que conoce todos los campos de la zona de tanto andarlos trabajando en la prevención y detección de enfermedades y problemáticas sociales.

Partera y "hotelera"

Esta lujanina de origen, y tupungatina por adopción, en más de una oportunidad tuvo que oficiar de partera. “La naturaleza es sabia, los bebés que nacieron aquí siempre venían bien ubicados y sanitos”, relata.

Una vez asistió a una joven parturienta de 16 años, que vivía en un colectivo de casas de obreros golondrinas. Tras dar a luz, la Justicia quería llevársela, pero el matrimonio firmó ser tutores hasta que pudo conseguir una casa y legalizar la situación con su novio.

Las anécdotas son muchas y se le agolpan en la boca por la ansiedad de compartirlas. “Un día vino un hombre con la espalda que era toda una ampolla. Solía beber en exceso y también era algo violento con su mujer. El tema es que una noche dormido -o vaya a saber cómo sucedió- se le cayó la olla de guiso hirviendo en la espalda. Fue muy difícil curarlo”, relata la mujer, que abrazó con responsabilidad y pasión esta vocación. Tanto que en el 2010 se propuso estudiar la licenciatura en Enfermería para tener el título “como Dios manda”.

La posta es lo primero que aparece después de mucho andar por la ruta 89 hacia la montaña. Por eso, la “salita” era el sitio al que también llegaban por auxilio los turistas, que se aventuraban al paraje cordillerano sin tener mucha información.

“Hemos recibido a turistas de Polonia, Grecia, Alemania, Estados Unidos... de todos lados. Llegaban perdidos y les compartíamos un plato de comida, algunos debieron tirar sus bolsa-cama en la sala de espera”, dice Cristina.

Sin luz eléctrica y nieve hasta la cintura

La pareja recuerda lo mucho que ha cambiado este paraje cordillerano. Cuando llegaron no había luz eléctrica, sólo un generador que funcionaba unas pocas horas, cuando atendía el médico que venía de la villa. Tampoco había agua potable y “tomábamos el agua cristalina y pura que baja de la montaña. Después, se hizo una planta más arriba”, dice Antonio.

“La falta de servicios y de asistencia del Estado ha hecho que muchas familias decidan irse de aquí, para tener mejores condiciones en la villa”, cuenta Cristina y recuerda los bailes, eventos sociales y hasta velorios que hacían en la escuela.

“Eramos una gran familia, sabíamos que nos teníamos solo a nosotros y nos ayudábamos entre todos”, afirman con nostalgia. Coinciden en que la cordillera “ya no es tan ruda como antes”. Y cuentan que antes empezaba a nevar en abril y no paraba hasta noviembre y que debían limpiar el manto blanco -que les llegaba a la cintura- para llevar a sus hijos a la escuela o para recibir a los pacientes.

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