Boudou: espejo de la corrupción

La biografía de Amado Boudou es una muy ajustada metáfora de la decadencia del Estado y del avance de la corrupción en la política argentina. El pequeño raterito de los 80 se perfeccionó en los 90 hasta que en el nuevo siglo formó parte de ese salto cuali

La trayectoria del vicepresidente Boudou, sometido a dos procesos, es muy ilustrativa de la evolución de la corrupción en la política argentina, e ilumina algunas características del aparato político peronista.

Hoy sabemos que este universitario marplatense, de buena carrera académica, que se inició en la política en la UCD, resultó ser, desde joven, un pequeño tramposo, un descuidista, como lo caracterizó hace mucho tiempo Jorge Asís.

En sus comienzos, para estafar a su esposa falsificó los papeles de un auto. En Mar del Plata, trabajando en una empresa de recolección de basura, exploró las posibilidades que ofrece el Estado a los amigos del gobernante.

Desde 2002, como ministro del municipio de la Costa, desarrolló las mañas aprendidas desde el otro lado del mostrador. Sergio Massa lo llevó a la Anses, donde tuvo una idea luminosa que lo lanzó al estrellato kirchnerista.

En algún momento -no sabemos bien cuándo- había ingresado al peronismo. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?

Hay infinidad de peronistas que no son como él. Algunos quedan del 45 y otros de la época de la proscripción y la resistencia.

Hay muchos técnicos y profesionales que quieren trabajar para el Estado, y hay también políticos peronistas honestos. No se trata principalmente de las personas, sino de una transformación que sufrió el aparato político peronista con la democracia.

El peronismo entendió el juego de la nueva política mejor que nadie, y reclutó a quienes, cualquiera fuera su procedencia o sus ideas, estuvieran dispuesto a jugarlo.

Ese juego suele ser calificado como corrupción. Es una palabra muy amplia, que encierra una correcta condena ética pero no ayuda a entender cosas que son muy diferentes. Por eso es tan ilustrativo el trayecto de Boudou, su cursus honorum, por decirlo así.

De acuerdo con la conocida formulación de Max Weber, la política moderna necesita políticos profesionales, que vivan de ella. En la Argentina no está resuelto el problema de cómo financiar de manera decente y transparente una actividad que hoy es muy costosa.

Para hacer política y para subsistir, los políticos deben construir sus cajas. Muchas veces, no sólo obtienen el equivalente de un salario, sino algo más: “hacen una diferencia”. En todos los partidos hay quienes practican esto, callada y vergonzantemente.

En cambio, la maquinaria política peronista es complaciente y valora otras cosas. Más aún, quien no “hace la diferencia” es considerado un imbécil y un inútil. Quien la hizo, la exhibe, se vanagloria y escala posiciones.

Quien está dispuesto a hacer política de este modo, elige hacerse peronista, como el joven Boudou. No necesita pensar en ideologías sino en su futuro profesional.

Esto explica solo una parte de la corrupción: la propensión de los actores. La otra parte tiene que ver con el Estado, que es finalmente el que paga los gastos de la política.

Desde hace cuarenta años, el Estado argentino se viene deshaciendo, o mejor, está siendo desguazado. La historia comenzó con los militares, tuvo una tregua con Alfonsín y se profundizó en los noventa.

Las políticas neoliberales tuvieron su importancia, pero lo decisivo fue la manera como gobiernos autoritarios desarmaron sistemáticamente los equipos de funcionarios responsables y capaces y corroyeron la ética burocrática.

Sobre todo, fueron desmontando, anulando o controlando los diferentes instrumentos de control estatal del gobierno: auditorías, sindicaturas, fiscalías, y en tiempos democráticos también el Parlamento, que legalizó la delegación del poder.

Con un Estado incapaz de defenderse, los gobernantes emprendieron las privatizaciones, probablemente necesarias, y abrieron las puertas a distintos grupos corporativos concentrados.

Lo hicieron de mala manera. Fueron los tiempos de la patria financiera, la patria contratista y, finalmente, la patria privatizadora, cuya acumulación se hizo sorbiendo los recursos del Estado, como la araña en la almohada, que en el cuento de Horacio Quiroga sorbía la sangre de la niña enferma.

Esta larga connivencia entre el Estado y sus depredadores benefició a los intermediarios gubernamentales, los coimeros, de una manera desconocida hasta entonces, que dejó una viva impresión entre quienes vivieron los años del Proceso o los noventa.

En esta década se acuñaron las fórmulas de la “carpa chica” y el “robo para la corona”, que describen este modo expandido de la corrupción, y explican la adhesión de tantos políticos, como el joven Boudou, a un esquema muy rendidor para las dos partes.

Este sistema originó otro, desarrollado por los Kirchner. Fue algo así como la fase superior de la explotación del Estado. La novedad, verdaderamente extraordinaria, es que el sujeto activo de la depredación del Estado es un grupo surgido de la política y no del mundo empresario.

El grupo santacruceño capturó el gobierno en un momento de prosperidad y, a través de distintas políticas, succionó enormes masas de recursos. Ya no fueron coimas sino las mismas empresas.

Fue un triunfo de la política, como decía Néstor Kirchner. Con los recursos construyó el poder que permitía multiplicarlos. Estamos conociendo los detalles de este sistema, que es capaz de hacer brotar el oro hasta de las organizaciones de derechos humanos.

La dimensión de esta construcción desborda completamente la antigua palabra “corrupción”. Constituye hoy un verdadero régimen, que los politólogos desmenuzarán, y que podría denominarse cleptocrático.

Se trata de la sistemática expoliación y corrosión de un Estado destruido, que hoy parece bananero y quizá sea narco.

Boudou pegó el salto de la modesta corrupción menemista a la cleptocracia. Demostró su ingenio con la idea de estatizar los fondos jubilatorios, que sacó al gobierno de un bache difícil.

Poco después, acompañó a Néstor Kirchner en uno de sus muchos emprendimientos: apropiarse de una empresa impresora. La muerte del ex presidente lo dejó solo, y probablemente le permitió llegar a la Vicepresidencia.

Pero no estaba a la altura de sus nuevas responsabilidades, como lo muestra el desastroso manejo del caso Ciccone. En lo personal, resultó ser -como recuerda Asís- apenas un pequeño tramposo.

Pero su caso permite ver, apenas con un golpe de vista, la trama de este proceso de degeneración estatal.

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