Arrojar palabras

Los humanos somos lo que hacemos contra la muerte. Y pensar en ello no es una obsesión de chalados, sino el eje vertebrador de la realidad de todos.

En más de una ocasión, cuando me entrevistan por mis novelas, ha llegado un periodista y me ha dicho: “¿Y por qué escribes sobre la muerte?”. Es una pregunta que me deja turulata: ¿es que acaso uno puede dejar de escribir sobre eso? Siempre siento la tentación de responder: lo siento mucho, querido, pero tengo que darte una malísima noticia: te vas a morir. Porque creo que es una cuestión que sólo se puede plantear desde la más completa negación de la muerte y, por lo tanto, desde el desconocimiento de lo que es la vida.

Todos los seres humanos estamos marcados por nuestra finitud. Somos lo que hacemos contra la muerte. Y pensar en ello no es una pintoresca obsesión que sólo sufrimos unos cuantos chalados, sino que es el eje vertebrador de la realidad de todos. El budismo, por ejemplo, se originó hace 2.500 años cuando, según la leyenda, el príncipe Siddhartha Gautama, a quien su bondadoso padre mantenía encerrado en un palacio y rodeado de belleza para que fuera feliz, se escapó de su prisión dorada y se topó con un enfermo, con un anciano y con un cadáver. Ante esta horrible verdad, para neutralizarla, para defenderse, Gautama creó una de las religiones más poderosas del planeta. De hecho todas las religiones son un intento de colocar la muerte en un lugar mental que dé sentido a la vida, pero me gusta que el budismo lo reconozca con tanta claridad.

El manejo de la muerte, la propia y la de los seres queridos, siempre es conflictivo. Pero a medida que envejezco voy teniendo más claro que, si aspiras a vivir con serenidad y plenitud, primero tienes que llegar a un acuerdo con la parca. Con la Ladrona de Dulzuras, como la llaman en Las mil y una noches. Nuestra sociedad no nos pone esto fácil, porque se dedica a escamotearnos la muerte. La gente fallece en los hospitales, sólo vemos cadáveres en la serie televisiva CSI, huimos de los ritos mortuorios y cada vez utilizamos más eufemismos: parece de mal gusto hablar de defunciones y de difuntos. No creo que eso nos ayude a paliar el miedo.

Hay un libro extraordinario del que ya he escrito en más ocasiones, Ayudar a morir, de la doctora Iona Heath, que dice: “La muerte forma parte de la vida y es parte del relato de una vida. Es la última oportunidad de hallar un significado y de dar un sentido coherente a lo que paso´ antes”. Muy cierto. Me viene ahora a la memoria aquel magnífico programa de televisión, Epílogo, en el que Begoña Aranguren hablaba con personajes famosos en una charla que sólo se emitía tras la muerte del entrevistado. Es una idea formidable: palabras dichas en vida pero pensadas póstumas, un resumen de tu existencia hecho por ti mismo, un tenue rastro de emociones y de reflexiones depositado en el vacío de tu ausencia.

Curiosamente se acaba de crear una empresa que parte de un planteamiento similar. Se llama Hasta Siempre y ofrece sus servicios para “dejar un testamento emocional” por medio de un vídeo que ellos ayudan a preparar con el consejo de psicólogos, filman, editan con música y después guardan en lugar seguro y confidencial hasta el fallecimiento del cliente, momento en que lo entregan en mano a las personas designadas para verlo. “Los mensajes pueden ser de agradecimiento, de perdón, de arrepentimiento, de amor, de conflictos no resueltos, de cosas jamás dichas, etcétera.  También otros menos complicados tipo consejos de la abuela a sus nietos o la historia de la familia o, incluso, recetas familiares”, explican.

Es una propuesta ingeniosa, aunque no me gusta mucho su página web: tiene ese tono superficial y radiante, todo sonrisas y alegría, que poseen algunos cementerios modernos, que a veces parecen más centros deportivos que camposantos. En una pestaña llamada Tienda puedes comprar el paquete básico (299 euros) o el paquete premium (499), y también me chirría un poco que, puestos a trabajar en el territorio último de la veracidad, recurran a ese zafio truco comercial de rebajar un euro para que las cifras no parezcan tan abultadas, como si estuvieran vendiendo detergente en el supermercado. Pero la idea es atinada, es sustancial, es consoladora. Qué otra cosa podemos hacer contra el pozo negro de la muerte sino arrojar palabras.

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