Adiós al eterno Abelardo Castillo, la sed de escribir

Escenas de Abelardo que reaparecen hoy, a días de su fallecimiento. Narrador, dramaturgo, fundador de notables revistas literarias y maestro de generaciones, iluminó el siglo XX argentino con su profunda lucidez.

Escena 1. Un joven escritor argentino vocifera: "Dios es el símbolo de la única desigualdad contra la que no se puede luchar. Porque Dios es inhumano". Sentado frente a él, el poeta cubano Nicolás Guillén cierra los ojos y escucha. El muchacho suelta encendido el argumento de "El otro Judas", interpreta todos los personajes, recita de memoria. Un Judas que no traiciona a Jesús. O, mejor dicho, que lo traiciona por amor. El joven está terminando de materializar su primera gran obra de teatro -ese pacto entre los dos hombres en el que Judas sacrifica su alma para que  la profecía se cumpla- y Guillén vaticina: "si lo escribes como me lo cuentas, ganarás ese concurso".

Entre 1957 y 1959, Castillo  publicó sus primeros cuentos y ganó un premio con Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou en el jurado. Ya tenía una intuición: “No quiero vivir engañado más tiempo. O renuncio a IGGAM –el trabajo de oficinista– o renuncio a Abelardo Castillo. La elección parece simple”, escribió desdoblándose en su Diario cuando, a los veinte años, se planteaba su destino.

Y se quedó con Abelardo. Y escribió “El otro Judas”. Era 1959, la época en que el arte estaba profundamente atravesado por la ética y el compromiso sartreanos.

A los 22 años, recién llegado de las costas del Paraná a Buenos Aires, ¿qué lectura hace Castillo de Jesús? Un Mesías para una revolución más humana que divina. Entre hombres que buscan en Dios una fe que no tienen en ellos mismos, los apóstoles de Castillo exclaman: “…Ya no le importa la verdad al hijo de Jonás” (…) Nadie es culpable de nada. ¡Volemos todos al Paraíso! Tú serás quien abra, en el futuro, las Puertas del Cielo, Pedro.”

El que mejor lo descifra es Leopoldo Marechal: “Tengo la impresión de que Abelardo, más que trabajar con esa materia sagrada, se desdobla y polariza con ella, en una suerte de rebelión militante. Quiere reducirla, en un esfuerzo heroico, a las tres dimensiones convencionales del mundo visible; y sin embargo adivina, mal que le pese, una cuarta dimensión inasible por ahora, que, no obstante, fundamenta y explica en el trasfondo las contradicciones de un drama que a la vez es humano y divino. Y esa cuarta dimensión metafísica también está en el poeta. Porque el poeta trabaja con la hermosura, y la hermosura es uno de los nombres que tiene la divinidad”.

Fue el mismo Marechal quien comprendió en Abelardo una fascinación espiritual. Por eso prologó  “Israfel”, la obra que Castillo dedicó a su amado Poe. Un poeta de alas rotas.

Abelardo habló, cierta vez, de su sed espiritual: “Uno de los grandes problemas filosóficos e ideológicos de nuestro tiempo no sólo literario y estético, uno de los fracasos del comunismo, es la pérdida de lo religioso, es haberlo despojado de las máximas de los Evangelios como ‘los últimos serán los primeros’. Es como cuando le quitás a la literatura la dimensión de la locura y el sueño. Yo creo que esa dimensión tiene que estar presente en el hombre y en el arte y, sobre todo, en la política, porque es una falencia no contemplar el espíritu religioso que une al hombre no sólo con la divinidad sino también con el Universo entero. Hay que hacer que el hombre se sienta partícipe de algo que lo excede, si le quitás el espíritu contemplativo al hombre le quitás la posibilidad de soñar. Por eso, mis cuentos se llaman en su totalidad ‘Los mundos reales’, porque yo creo justamente que no hay un mundo real: está el mundo del sueño, la locura, las creencias religiosas, el pensamiento metafísico, todo eso es el mundo real y una de las falencias de la literatura contemporánea es haber perdido o no haber tenido en cuenta eso”.

Escena 2. En pleno peronismo setentista, Castillo y Borges se encuentran en una casa. Borges dice: 'No sé qué pasa que todo el mundo me quiere, hasta los peronistas y comunistas'. Castillo le contesta que la gente termina queriendo a los hombres que tienen una conducta nítida, que pensaron siempre de la misma manera.

“Borges fue siempre un gorila y una especie de antediluviano le conviniera o no, jamás cambió de posición. Era de otra época histórica, y sin embargo lo terminaron respetando los peronistas”, piensa Abelardo antes de recordar otra escena: una manifestación que pasa coreando a Perón y, en la esquina de Maipú, se encuentra casualmente con Borges. El cruce inesperado provoca en la esquina porteña un silencio de alta tensión. Pero alguien, de pronto, se pone a gritar ‘Borges y Perón, un solo corazón’. El grito termina en la boca de todos.

Escena 3. Castillo conoce a Cortázar y le pide cuentos para la revista  que dirige,"El escarabajo de Oro". Cortazar le propone un trueque: cuento por cuento.

Castillo le manda “Historia para un tal Gaido” y Cortázar le entrega “Continuidad de los parques”.  Son textos espejados. “Era como si el mismo cuento viajara por el mar de un lado a otro”. Al tiempo, Cortázar va de visita a casa de Abelardo. Se escucha de fondo Radio Nacional. Al entrar el visitante, interrumpen un programa de música clásica y, repentinamente, comienza a sonar un saxo jazzero.

Cortázar dice qué linda música y agradece. El saxo que suena es el de Charlie Parker.  Castillo fue el primero en darse cuenta de quién era “El Perseguidor”.

Detrás de todo

Para algunos críticos, “El que tiene sed” o “Crónica de un iniciado” es lo más relevante en la vasta narrativa de Abelardo. Pero él consideraba que el cuento era su zona decisiva. Sin ser un cuentista ortodoxo, claro.

Dijo: “No creo en los géneros, el cuento viene a mí ya con su atavío y en el caso de las obras de teatro me pasa con mucha más claridad, escucho a los personajes hablar. Me formé con escritores que escribieron de todo: Sartre, Camus. Unamuno, por ejemplo, ¿era filósofo, poeta o periodista?”

Desde los 18 años, Abelardo escribía infatigablemente sus Diarios. “Salvo un año que fue el ’74, justo cuando dejé de beber; entre el ’74 y el ’75 no anoté nada, cosa muy curiosa porque cuando tomaba no había en mis diarios alusión a la bebida, salvo alguna palabra que yo relaciono con el alcohol pero que el lector no podría reproducir, o bien alguna relación por la letra, cosas que escribía no sobre el alcohol pero sí borracho.

En general, no hay mes en que no haya anotado algo. Y hay de todo: lecturas, problemas personales, mi relación con Dios, anécdotas cómicas o dramáticas y, luego, el momento en que la literatura de alguna manera cae sobre mí con el Premio Gaceta Literaria a ‘El otro Judas’”.

Abelardo murió a los 82 años por una complicación respiratoria tras una cirugía. Estaba trabajando en el segundo volumen de sus Diarios.  Él creía, de todas formas, que en la obra de ficción está la mejor autobiografía.

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