“Patria o muerte”

Con base en el combate de la Vuelta de Obligado, origen del Día de la Soberanía, el autor analiza el proceso que sufrió el sentido de autonomía en nuestro país.

“Patria o muerte”, se dice en los afiches que promocionan algo trivial: el estreno de un film. Aluden a un aniversario sensible: el combate de la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre de 1845, declarado en 1974 como Día de la Soberanía. La consigna puede parecer algo trasnochada pero evoca un pasado no tan lejano, en el que el “viva la muerte” de raigambre fascista -que Millán-Astray le gritó a Unamuno en la universidad de Salamanca- fue retomado por el peronismo militante, las organizaciones armadas, las parapoliciales y, finalmente, las propias Fuerzas Armadas.

¿Hay mucho que celebrar hoy? En la Vuelta de Obligado murieron algunos británicos y muchos criollos, y triunfaron los ingleses, quienes cortaron las cadenas y llegaron con sus barcos hasta Corrientes. La derrota no fue de “la patria” -todavía en construcción, con límites mal definidos y muchos desacuerdos- sino de la provincia de Buenos Aires, cuyo gobernador, Juan Manuel de Rosas, defendió su derecho de controlar el acceso a los ríos. Seis años después, a fuerza de diplomacia y tozudez, había dado vuelta las cosas obligando a los ingleses a firmar un acuerdo que le daba la razón. Hay aquí una lección importante: la negociación diplomática carece de heroicidad, mata menos y a la larga es más eficaz.

Hoy las cuestiones de soberanía política son menos traumáticas, con excepción de Malvinas. En cambio, arrastramos dos secuelas: la soberanía económica y la soberanía cultural. En ambos casos se advierte cómo un principio saludable, cuando se lleva a sus últimas consecuencias, termina siendo negativo.

Desde mediados del siglo XIX, con su espectacular crecimiento, la Argentina construyó su soberanía económica, no declamada pero positiva, fundada en una adecuada integración con el mundo. En el siglo XX, a medida que esa relación se hacía más compleja, comenzó el canto de sirena del cierre de la economía. Lo alentaron la doctrina de los militares -partidaria de la autarquía en materia de recursos estratégicos- y también la Segunda Guerra Mundial, que evidenció nuestra dependencia de las importaciones y mostró las ventajas inmediatas que traía aparejada su sustitución por producción local protegida.

Las ideas autárquicas originaron proyectos importantes, como el autoabastecimiento petrolero, y otros poco viables, como la producción de carbón o hierro, a costos muy altos. Pero los argumentos estratégicos y propagandísticos se impusieron a los económicos. El crecimiento del mercado interno y de la industria sustitutiva alimentó otro sueño soberanista: convertir la coyuntura en situación permanente y organizar la economía industrial para un país cerrado y autosatisfecho que consumiera lo que produjera. Para eso, las industrias fueron subsidiadas con créditos, tarifas y precios preferenciales para adquirir los indispensables insumos y máquinas importadas, cuya necesidad, paradójicamente, aumentó.

La soberanía económica halaga nuestra fantasía nacionalista pero es un lujo costoso. ¿Quién pagó este megasubsidio? El Estado, es decir todos los contribuyentes y, en particular, el sector agropecuario, el único productor auténtico de divisas, convertido en la vaca lechera de este sistema. A fuerza de ordeñarlo, se le dejó seco en un par de ocasiones, y todo el edificio del mercado interno se vino abajo.

La protección es una herramienta útil en ciertas coyunturas y negativa en otras. Quien es protegido no tiene alicientes para mejorar su productividad.

La protección se convierte en una prebenda que genera conflictos pues debe ser defendida a capa y espada. Abrirse al mundo es, a la larga, un buen negocio para todos. Hacerlo después de muchas décadas de la fantasía autárquica de “vivir con lo nuestro”, no es fácil.

Otro derivado de la misma idea es la soberanía cultural: la defensa de lo nuestro contra las ideas cosmopolitas y extranjerizantes; el cultivo del pensamiento nacional y, en definitiva, de un “ser nacional” que para existir realmente, necesita ser defendido y promovido.

El ser nacional no ha sido prenda de unidad sino fuente de querellas. Hay muchas versiones sobre cuál es su esencia, y algunas de ellas tienen directas implicaciones políticas, como las que lo asociaron con el radicalismo yrigoyenista, con el peronismo o con las fuerzas armadas. Quien define al ser nacional tiene el instrumento para decidir quiénes se consustancian auténticamente con él y quiénes -disidentes u opositores- deben ser apartados, callados o exterminados para permitir al ser nacional crecer y afirmarse. Mucha gente ha llegado por esa vía a la puesta en práctica del “patria o muerte”, aniquilando al connacional que en realidad era un “infiltrado”, un “cipayo” o un “apátrida”. Este derivado de la idea de soberanía no es caro sino peligroso, lo que es mucho peor.

¿Son al menos nacionales las ideas con las que, en sus diferentes formas, se ha sustentado el dichoso ser nacional? No, ciertamente. Los argentinos no inventamos el antiimperialismo, el nacionalismo populista, el catolicismo intransigente ni el anticomunismo. Tampoco inventamos el progreso, la libertad, la democracia o la igualdad. En rigor, nadie inventó esas ideas, que surgieron de la combinación de otras anteriores. Las ideas no tienen patente nacional y circulan libremente por el mundo.

Lo que puede ser nacional es la manera de leerlas, descifrarlas, volver a significarlas y aplicarlas a circunstancias locales. Allí reside la originalidad.

Podemos afirmar que los argentinos, con nuestro “ser” en permanente construcción, sabemos leer bien. Es lo que hicieron los nacionalistas con Maurràs o Perón con el fascismo, para citar dos casos “nacionales”. Ninguno de ellos habría existido con una adecuada censura nacional.

Hoy, la opción entre “Patria o muerte” parece haber perdido vigencia, pero perdura la de “Patria o colonia”, una opción que circula en el mundo y en la Argentina. La peor forma de coloniaje es el encierro, el provincianismo, la autarquía, la dilapidación de recursos, la renuncia a los beneficios del intercambio de ideas, hombres y mercancías. La buena patria es la que sabe integrarse al mundo y construir su singularidad en esa integración. Y sin ninguna muerte.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA