“House of cards” 3° Temporada: como un castillo de naipes

La exitosa serie que Netflix acaba de estrenar desoye, en esta nueva temporada, la potencia que supo construir en sus dos anteriores.

“House of cards” 3° Temporada: como un castillo de naipes
“House of cards” 3° Temporada: como un castillo de naipes

Este Underwood: inescrupuloso, inteligentísimo, calculador hasta el espanto, que disfruta de la adrenalina de las intrigas para acceder al poder, al que no le tiembla el pulso en matar a quienes se interponen en su objetivo. Este mismo y horrible Underwood, en esta tercera temporada de “House of cards” que Netflix habilitó para sus usuarios el 27 de febrero, se desarma de una forma pasmosa ante nuestros ojos en cada capítulo.

La virtud de “House of cards” tenía asiento, no sólo en su estupenda realización, sino también en un guión que sabía cómo construir un malo (y su socia-esposa imbatible, Claire) para que lo veamos desde su ‘lado B’. Porque las intrigas de la Casa Blanca, por sí mismas, ya han sido largamente explotadas en otras muchísimas series (“Secret state”, “Scandal”) y películas (“Ataque a la Casa Blanca”, “Murder at 1600”), pero ninguna logró el altísimo impacto perceptivo, adrenalínico que “House of cards”, en sus espectadores. Aquellos eran guiones en los que la idea de la corrección política estadounidense le cedió paso a la valentía e ingenio con los que trenzar intriga, contenido crítico, suspenso y la representación de un universo -el de la política- desde la perspectiva que todos los que no la transitamos ‘sospechamos’ que tiene.

En ese mundo ruin, frío y fastuoso, alejado del pueblo, estos dos formidables personajes que componían Kevin Spacey (también productor de la serie) y Robin Wright (tan atractiva y seductora, precisamente por su oscura frialdad) pudieron moverse a sus anchas.

Pero sucede que en esta temporada Frank es ya presidente. Y en el país del norte, con los presidentes “no se jode”. Esta parece ser la consigna que guía a las plumas de los guionistas comandados por Beau Willimon. Y, bajo esta idea, la figura de Underwood se derrumba como un castillo de naipes.

Ahora lo vemos pugnando por lograr la aprobación de un proyecto que lo hace ¡llorar de desesperación!, fraguar tretas de niño comparadas con las maquiavélicas maniobras que hizo para acceder al cargo. Su esposa ya no es su tétrica socia sino la que lo ‘empuja’ cuando está cayendo.

Así las cosas, de aquellas dos primeras temporadas formidables con que se estrenó la adaptación de miniserie británica -basada en la novela de Michael Dobbs, emitida por la BBC en 1990- queda poco.

Sus seguidores tendrán que contentarse con ver pueriles estrategias que cierran con fórceps, hilos sueltos que nunca se retomaron (la relación con la prensa ya no es la de “matar o morir” sino la de “cómo hacer para dominarla”) y esbozos para calzar la realidad política de ese país en una trama que no la admite. Se ve que a Willimon le pesa tener un fan como el señor Obama.

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