¿Con qué reglas debe jugar el Gobierno?

Largos años de prácticas viciadas fueron modificando nuestra cultura, germen que nos impide avanzar y que pone al Gobierno en una encrucijada.

Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para  Los Andes

“El cambio está en marcha y no se detendrá”, nos dicen cotidianamente desde Cambiemos. Es un propósito loable y ambicioso, pero su éxito no está garantizado. Uno de sus objetivos principales es establecer normas de “buen gobierno” y ajustarse a ellas, pero se necesita que del otro lado los actores de la vida social y política las acepten y se adecuen a ellas. La transición es larga, y en el ínterin los actores juegan su parte según sus reglas habituales. ¿Cómo debe el Gobierno transitar el largo camino del cambio?

Todos los conflictos giran hoy en torno del Estado. Esta administración lo recibió con sus instituciones y su capacidad de gestión hechas pedazos, y atrapado por una corrupción cancerosa. Por entonces, solo se lo podía gobernar como lo hicieron los Kirchner: a las patadas, a golpes de decisionismo.

Visto en general, ha habido en esto avances importantes: mejoró el clima institucional, el gran aparato cleptocrático está desmontado y hay aires de renovación en la gestión. En lo específico, queda mucho por hacer, y el balance es un “más o menos”; un gris que, según la opinión y el ánimo de cada uno, será más claro o más oscuro.

Además de muchas limitaciones fácticas específicas, “el cambio” enfrenta una más general, de manejo complicado. ¿Cómo cambiar las formas habituales de procesar los conflictos? ¿Cómo modificar las prácticas, normas y valores surgidos de una larga experiencia en la que el Estado era a la vez arbitrario y presionable? Venimos de muchas décadas de puja confrontativa, en la que había una sola regla: ganaba el más duro y resistente. Como en el boxeo primitivo, “el último que quedara en pie”. Así encaran hoy el conflicto los gremios docentes bonaerenses.

¿Cómo cambiar estas prácticas? Es inútil, dicen muchos, porque “es un problema cultural”, tan antiguo que está en el ADN argentino. Los historiadores creemos que la “cultura” no es una herencia y un destino inmodificables sino un proceso, que fluye y cambia, aunque lentamente. Es un cambio que se puede promover y estimular. Pueden identificarse tres palancas para el cambio cultural: el ejemplo, el cumplimiento de las normas y las buenas prácticas.

El ejemplo que viene de la cima es decisivo: es difícil ser tolerante, respetuoso de las normas y honesto cuando quienes gobiernan van por el otro camino. Sin duda el ejemplo que hoy viene de los gobernantes va en ese sentido, y es de una calidad muy superior a la de los Kirchner; salvo -claro está- para quienes piensan que Cristina Kirchner resume el ideal del buen gobierno.

Con respecto a las normas y a las leyes, en la Argentina la opinión media las considera de cumplimiento solo optativo. En una encuesta realizada en 2014, dos tercios de los entrevistados respondió que si le parecían erradas optaba por no cumplirlas. La razón principal es bastante simple: el Estado no tiene capacidad para sancionar las violaciones. Sin algún tipo de sanción, sin capacidad punitiva potencial pero segura, parece imposible que las normas se mantengan. Y hoy el Estado está lejos de tenerla.

Con respecto a las prácticas sociales, la punición sola no es suficiente; hay que generar a la vez la responsabilidad personal y el control colectivo. No sirve de mucho perseguir al evasor fiscal si no existe la convicción de que pagar los impuestos forma parte del contrato social.

Una corriente que potencie, por ejemplo, la práctica de aceptar las normas de convivencia va generando las actitudes y los valores que luego las sostienen.

Claramente, se trata de un proyecto de cambio cultural de largo plazo. ¿Cómo pensar en el largo plazo si el presente es incierto y acuciante? Una cosa es lograr un cambio gradual en las costumbres; otra muy diferente es conducir ese proceso con actores que juegan con otras reglas, y que se proponen más bien mantener un desorden en el que han aprendido a vivir y a beneficiarse. Este es el caso hoy.

Se pueden señalar algunos grupos particularmente significativos. En primer lugar, la llamada ‘sottopolitica’, la que se hace por detrás de la escena. Es el mundo de las zancadillas, los carpetazos y las operaciones, habitado por espías, operadores, barras bravas, falsos influyentes -como los que hablan en nombre del Papa- y otros cuyo objetivo explícito es la desestabilización institucional. En eso está lo que queda del kirchnerismo.

Un segundo sector es el de los intereses, grandes y chicos, usualmente organizados en corporaciones. No tienen conflictos entre ellos: todos miran al Estado para presionarlo y obtener “lo suyo”. En los doce años kirchneristas, el Estado acumuló una gran factura, que está impaga, y ninguno de estos grupos acepta que le toca hacerse cargo de una parte. El único mecanismo que conocen es presionar al Gobierno, bloqueando las calles y el diálogo. Hay normas, y hay buenas prácticas, pero nadie se siente obligado a seguirlas.

El tercer sector es el “Estado profundo”, la cara oscura que escapa al control de los funcionarios. Allí están las viejas mafias de funcionarios, junto con los fragmentos supérstites del antiguo régimen, atrincherados en nichos institucionales y con capacidad para bloquear la gestión administrativa, de manera activa o pasiva.

Los Kirchner manejaban estas cosas con el palo y la zanahoria, que son parte de la cultura que el gobierno quiere cambiar. Quienes lo apoyan se impacientan y le reclaman más liderazgo; hay algo de añoranza del decisionismo kirchnerista; una suerte de síndrome de adicción.

Pero el problema es real. ¿Qué hacer con quienes no juegan según las reglas? ¿Es admisible ir, a veces, por la zona más oscura, para hacer entrar en razón a los no razonables?

Quienes le piden más eficacia están dispuestos a que se sacrifique algo de la pureza para asegurar el proyecto de largo plazo. Jugar un poco en la ‘sottopolitica’, con las reglas de los otros. Pero ese proyecto se apoya, en buena medida, en el ejemplo: la claridad y transparencia que el gobierno practica y reclama. Una ganancia en el día a día -quizás esencial para su supervivencia- significa una pérdida de largo plazo.

En términos conceptuales, es un dilema. En términos prácticos, puede ser también una invitación a pensar la mejor combinación entre ambos caminos.

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